“Una puerta herméticamente cerrada para los imbéciles, abierta de
par en par para los inocentes…”
Eso tiene la poesía según
Aldo Pellegrini, y agrega “No es una puerta cerrada con llave o con cerrojo,
pero su estructura es tal que, por más esfuerzos que hagan los imbéciles, no
pueden abrirla, mientras cede a la sola presencia de los inocentes.”
Las anteriores palabras me sirven de llave de entrada para poder
medio asomarnos a la puerta del alma de un
singular personaje y es preciso,
creo tener algo de sensibilidad poética para
al menos intentar comprender algo
de su existencia:
Cierto
día un camionero se encontraba debajo de su vehículo a eso de las dos y media de la tarde, bajo un
calor insoportable, lleno de grasa, polvo y sudor, cuando de repente aparece un
personaje alto y delgado, de edad indefinida, se acerca al camión, se agacha un
poco y como si fuera un experto observa un momento en silencio, y luego le pregunta en voz alta de sopetón al camionero que estaba tendido
sobre un cartón en el piso: ¿Señor, está varado? Imagínense el gesto que debió
hacer el conductor.
Cualquiera
podría adivinar la respuesta a semejante pregunta, completamente impertinente,
y es casi seguro que esta contendría un insulto; alguien que no conozca al protagonista
de este relato, quizás actúe de manera grosera, furiosa o con sorpresa, pero aquellos
que lo conocen, sabrán que es una vivencia más de “Güincho” o “Wincho”, uno de
los personajes típicos y especiales (en el buen sentido de la palabra) de
Puerto Umbría. Un pequeño y pintoresco pueblo del Putumayo- Colombia.
Pues
bien, es en esta población donde reside nuestro personaje, quien en otra
ocasión le preguntó a un vecino de la localidad que se encontraba trabajando a
la intemperie en otro caluroso día: ¿Oiga, don Pedro quién suda más, usted o el
sol?
A otro
señor que tuvo la mala fortuna de salir de una tienda, con un rollo de papel
higiénico en la mano, simplemente le preguntó: ¿Qué vecino, va a cagar?
Las
preguntas de nuestro personaje no van cargadas de ninguna intención;
sencillamente brotan de manera espontánea de la naturaleza “inocente” de su
ser. Para una persona que vive abstraída en su mundo, todas las cosas encierran
un origen aún no descubierto, por eso, habría que conocerlo para ver la cara de
emoción que presenta, cuando entra a
una casa y al presionar un interruptor eléctrico aclama como si fuera él quien
la inventara o viera por primera vez: “Llegó la luz”.
Eso no
significa que nuestro personaje se haya quedado encerrado en el pasado. Al
contrario, también le ha abierto la puerta a la modernidad, por eso también a
veces se lo ve con un celular descompuesto, colgado al cuello, y cuando alguien
se le acerca, automáticamente lo toma y simula estar hablando con alguien:
“Cómo no, doña Pastora, la espero el domingo sin
falta”
Quienes
lo conocen, dicen que Güincho tiene la costumbre de recoger hojas secas y arrojarlas sistemáticamente al río de localidad,
en una especie de ceremonial que quizá
lo conecta con sus espíritus sagrados; sus manos dejan caer las hojas muertas, desde
un viejo puente de madera, mientras el murmura oraciones ininteligibles, como rindiéndole
tributo a las apacibles aguas del Río Guineo.
Pero lo
que lo tiene de particular y hace
destacar a nuestro personaje es una manía muy peculiar, que quizá nadie más pueda tener: nuestro amigo en mención es “el hombre que acaricia
puertas” -Hecho casi poético que despertó mi atención y curiosidad- En el pequeño
pueblo donde vive, y que por tanto es fácil de
recorrer a pie, es muy frecuente verlo caminar de una casa a otra exclusivamente para tocar puertas, no hablo de golpear o llamar, sino
de tocar en el sentido de “acariciar”, de rozar, de sentir. Güincho centra su
atención en las chapas, cerraduras, aldabillas, pasadores, candados, aldabas, picaportes,
trancas, pestillos, cierres, manijas, pomos, cerrojos o lo que encuentre. Con
sus dedos lleva a cabo su ritual diario y constante de palpar estos diversos elementos
de una puerta cualquiera; cual abeja que va de flor en flor, él va de una
puerta a otra.
En un
pueblo donde la mayoría de puertas son de madera y pintadas en forma colorida
con rojos, verdes, amarillos, naranjas, rosados, blancos, o azules, nuestro personaje se
detiene; cumple religiosamente su ritual y sigue su camino, no importa en que
recoveco esté la puerta; ya sea en la calle principal o escondida en un rincón, hasta allá llegará; puertas
grandes, puertas pequeñas, puertas nuevas, puertas viejas, postigos, portezuelas,
portones, puertas de madera, puertas metálicas, a todas ellas
las palomas de sus manos acariciarán.
¿Cuánto
tiempo lleva haciendo esto?, alguien se atrevió a aventurar que quizá dos décadas
o más; pero nadie sabe con certeza de donde viene la manía de acariciar puertas
- ¿Será acaso un sentimiento interno de libertad? - Quizá nuestro personaje
al igual
que lo hace con las hojas secas, nos intenta dar una nueva oportunidad de nuevas
travesías, como un ángel especial que posee la llave de sus manos que nos golpea
con ternura a la puerta para que nos asomemos a nuevas realidades. Por eso la
respuesta a desde cuando este “niño hombre” lleva haciendo está acción está
estancada en el mismo tiempo.
Un
reloj descompuesto en la mano de su muñeca izquierda, y que según él marca eternamente
las dos de la tarde, podría ser la prueba de ello; él vive completamente ajeno
a todo prejuicio y presión social, mientras que nosotros no podemos escapar del
cerco que a diario nos tienden el tiempo y nuestros horarios. Las puertas de
nuestras rutinas nos encierran con sus sombras, pero llega ese ser que es como
una llave luminosa a acariciar nuestras puertas, tal vez para invitarnos a
salir, y entonces vienen a mi mente unos versos del argentino Facundo
Cabral:
“…Benditamente locos,
y por locos tan
libres,
y por libres tan bellos
que harán un paraíso
de este maldito infierno”
John Montilla: Texto
y fotografías
Esp. En procesos
lectoescritores.
Me divertí con el relato, muy bueno y el personaje de antología, saludos..
ResponderEliminarDiana Patricia de Iriarte. Que encanto de texto. Cómo nos invita a fijarnos en lo pequeño, en lo que nos han hecho para dejar de ser y atravesárnosle a la cordura del hacer de siempre. Nos pone a pensar sobre las tantas sinrazones de la vida, la hora, por ejemplo, las prisas, nos pone a pensar en esos aparatos que marcaron nuestra vida con afanes y qué bien dejarlos tirados o burlándonos de ellos con solo el ejercicio de que siempre la hora este en las dos de la tarde. De esta manera rompemos con toda esa cantidad de normas cuadriculadas que nos impone una cultura de rigor muchas veces buena para unos pocos. Madrugadas eternas para una oficina oscura sin nunca mirar la luz del sol, solo porque hay que cumplirle a la obligacion. Tirar hojitas secas al río supone ser un acto lleno de candor y diríamos que bueno para nada, pero si para el alma que en su misterio se conecta con las hojitas y con el río. Y así en todo, en el saber amar sin miedo, en ir en contravía de todo lo creado impositivamente a la luz de la religion, de cualquier credo venga de donde viniere. Acariciar las puertas es un regalo exquisito que invita a que nos fijemos en la textura de las formas y colores de todo lo existente, sin el peso de su valor económico, sino por el puro placer de sentir. Tal vez se parece a esas caricias de los amantes que se descubren por primera vez en la imperfección de sus cuerpos. El texto nos invita a vivir la verdad, sin ocultamientos, sin misterios, así tengamos que pagar por ello hasta la vida. Vivir en la claridad de la sabiduría, en la transparencia de un vivir en autenticidad, así el mundo entero esté en contra. Es como vivir en contravía. Tal vez es la delicia de la transgresión. Vivir sin horas, acariciando puertas y botando hojitas secas en el río como ceremonia de desagravio a las insensateces humanas, tal vez es lo que se llama felicidad.
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