jueves, 13 de octubre de 2022

SUCESOS EXTRAÑOS EN LA ALAMBRADA

 Por. John Montilla

 “Sueño mi pintura y pinto mi sueño.” 

 Vincent Van Gogh


Iba caminando con mi hija pequeña por un sendero campestre junto a una cerca alambrada, en cuyos  postes habían puesto coloridas botas viejas a manera de adorno, cuando de repente de la nada apareció un perro y con sus fauces abiertas se fue directo hacia mi hija, pero de un rápido movimiento interpuse mi cuerpo en su camino y entonces la bestia furiosa la emprendió contra mí, logró morderme la mano, pero a pesar del dolor, hice algo impensado, lo agarré como pude del cuello y una pata trasera y con un inverosímil impulso lo levanté en el aire y lo lance con furia contra la parte alta del alambre de púas, y entonces sucedió la cosa más extraña que jamás hayan visto mis ojos.

La bestia cayó justo en la mitad del alambrado, y por un breve instante pareció partirse en dos, pero luego se puso como un globo que se desinflara, y al igual que una camisa negra mojada quedo escurriéndose entre los alambres. Su cuerpo se volvió flácido, como un animal al que hubieran desollado y puesto a secar sus cueros al sol. Ahí quedó, aún caliente, pero inerte. Yo no salía del asombro mientras, agarraba a mi hija con la mano que no estaba sangrando, pero las sorpresas aún no habían terminado.  

En la distancia se escuchan voces que lo llamaban, quizás eran sus dueños, y de repente el canino escurrido, parece revivir, se agita en el alambrado, y de un tremendo sacudón se libera de las púas y con un profundo aullido de dolor huye de donde estábamos, y luego en la distancia se pone a ladrar y a todas luces se ve que tiene intenciones de volver a atacarnos. Por eso, esta vez decido pasar a la ofensiva.  Comienzo a buscar piedras para defenderme, pero no encuentro ninguna en el piso, tan sólo lodo, lo que antes era una verde campiña se había convertido en un lodazal, la única opción fue tomar trozos de lodo, hacerlos bola y arrojarle a la bestia furiosa.

En esas estaba cuando del otro lado del camino, aparecen los dueños del perro, y sin mediar palabra, también desde su lugar comienzan también a arrojar bolas de lodo. A los pocos segundos nos enfrascamos en una singular batalla de lodo. Los pegajosos y negros proyectiles volaban de lado a lado.  Mi hija y yo parecíamos locos amasando y arrojando lodo por doquier, de lado y lado llovía lodo, la tarde se puso oscura con esa sucia guerra ambientada por los gritos de los combatientes y el incansable ladrido de los perros.


De repente en medio del fragor de la batalla apareció una joven ataviada con un colorido y hermoso atuendo indígena, estaba impecable, y sin que ni una sola gota de barro la tocara avanzó por el camino hasta donde yo estaba y cuando estuvo a dos pasos de distancia, sacó una pistola de plástico verde de juguete, con intención de disparar a quemarropa, pero antes de que ella lo hiciera yo también había sacado una pistola de juguete blanca, también de plástico. Estábamos a segundos de terminar el engorroso asunto de esta sucia guerra.

Ambos apretamos los gatillos al mismo tiempo, pero no salió ningún proyectil de las pistolas, entonces nos miramos fijamente a los ojos sin rencor, con la miradas más inocentes e ingenuas del mundo y luego nos echamos a reír a carcajadas. Después nos dimos un sincero abrazo de reconciliación.  Le manché el traje con barro, pero eso no pareció importarle; mi mano había dejado de sangrar. Agarré a mi hija de la mano y luego los tres abrazados nos alejamos del lugar, el verde de la campiña parecía retornar poco a poco.

 Atrás en la distancia se podía escuchar aún el ladrido de los perros.

***

John Montilla: Texto e imágenes

Fotomontajes con Imágenes tomadas de internet.

Relatos de sueños

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(12-X-2022)

martes, 27 de septiembre de 2022

MI ABUELO, EL ÁLBUM Y YO

Por. John Montilla     


En los últimos años de trabajo a mi abuelo se le asignó las funciones de celador. En otros tiempos, Mocoa gozaba de tanta tranquilidad, que casi todos dejábamos las puertas abiertas de las casas durante el día. Así que cuidar la dependencia de alguna entidad era una cosa también tranquila y bastante rutinaria.

Una de las entidades en las que mi abuelo tuvo que prestar sus servicios fue la Defensa Civil, en esos tiempos era una casa de familia, habilitada como sede del organismo de socorro, y hasta allí sabía llegar yo con el portacomidas para él.

Mi abuelo recibía las viandas y luego con bastante parsimonia se tomaba todo el tiempo del mundo para comer sus alimentos; yo mientras tanto, para no aburrirme solía husmear en las dependencias en las que él trabajaba, buscando los tesoros que me llamaban la atención: libros, periódicos y revistas. En otras épocas a los celadores no les solían faltar ese tipo de elementos a su alrededor y en esas oficinas era frecuente hallar algún material para leer. Así que cada vez que yo le llevaba la comida, tenía la expectativa por encontrar algo que disfrutar. La lectura era mi recompensa, por hacer el mandado.

Cierta vez que no encontré nada a mano, me puse a observar con curiosidad los estantes que había en una especie de almacén; entre el montón de trebejos y diversos objetos, vi cascos, botas, sogas, algunos uniformes colgados en perchas, palas, picos, y también había algunos cacharros viejos y en desuso cubiertos con telarañas y por supuesto polvo, y justo en uno de estos olvidados rincones, pude notar apretujado entre esos trastos un cuadernillo en papel periódico doblado y totalmente empolvado.

Por supuesto lo tomé entre mis manos, le sacudí el polvo, luego lo desdoblé y vi que tenía entre mis manos un ejemplar de un álbum del mundial de futbol “España 82”. Era una edición publicada por un periódico de circulación nacional y que se llenaba comprando y recortando las figuras que venían anexas a un ejemplar de cada día.


Alguien se había tomado ese trabajo de comprar, recortar y pegar las figuritas; lamentablemente estaba incompleto, pero se podía ver algunos rostros de renombre de la época: Los brasileños Zico, Socrates, Toninho Cerezo, y  algunos argentinos como Maradona, Bertoni, Kempes, e italianos como Paolo Rossi y Dino Zoff, y el polaco Lato, y también mis favoritos de entonces: Los peruanos, Julio Cesar Uribe y Guillermo La Rosa, -aún conservo un clásico afiche de este jugador-, quienes luego jugaron en el América de Cali, y esta es una de la razones por las que me hice hincha de los “diablos rojos”.

El hallazgo de ese tesoro en medio de tanto chéchere, me causó alegría, y fue una de las jornadas más memorables de las visitas obligadas a mi abuelo en su lugar de trabajo. Me entretuve bastante rato ojeando y leyendo el cuadernillo, hasta que llegó el momento de regresar a casa, no sin antes tener la precaución de volver a dejar el objeto en su lugar.

De ahí en adelante, cada vez que iba, me entretenía con ese álbum, y debo reconocer que más de una vez estuve tentado de quedármelo, pero mi abuelo que fue un hombre absolutamente honrado me había dicho: “Nada de lo que hay aquí, nos pertenece”. Y yo seguía, a rajatabla sus enseñanzas. Nunca le hablé a él de ese álbum, estoy seguro que él nunca supo de ese detalle, yo siempre lo ojeaba a hurtadillas. Nunca lo tomé, ni siquiera me atreví a llevarlo escondido para verlo en casa y luego llevarlo a devolver. Tampoco me atreví a pedirle al comandante de la Defensa Civil que me lo regalara, porque pensaba que esto habría implicado decir, donde lo encontré y quizás habría puesto a mi abuelo en problemas, porque sería una confesión mía de que andaba husmeando por ahí, mientras mi abuelo comía.

Al final, no recuerdo si fue que trasladaron a mi abuelo o a la oficina a otro sitio; el hecho fue que perdí contacto con ese tesoro de papel. Estoy seguro que si se trastearon, ese cuadernillo en medio de tantos cachivaches debió terminar en el cesto de la basura, y en honor a la verdad, creo que ahora de alguna manera lamento no haberlo tomado, pues estoy seguro que lo tendría junto a otras reliquias que aún conservo.  Pero la figura emblemática de mi abuelo me enseño a ser honrado y ese regalo es más valioso que todos los álbumes de futbol juntos.

                                                                 ***


John Montilla: Texto e imágenes 2 y 3

Fotomontaje 1: Imágenes tomadas de internet

Fragmentos de mis memorias.

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(26-IX-2022)

miércoles, 6 de julio de 2022

LA TRAMPA

 Por. John Montilla

Alguien había construido la trampa de una manera muy particular: Una plataforma hecha de tablas, la cual se apoyaba en los extremos sobre unos pilotes de madera, quizás de medio metro de alto y debajo de ella había una jaula metálica de forma circular. Un pollo de tamaño mediano o un pájaro grande podrían entrar y salir perfectamente de la jaula, pero una gallina ya no podría hacer lo mismo.

En el centro de la plataforma habían dejado un hueco circular por el que cabían un armadillo, un gato salvaje, y hasta un conejo grande; un venado al pisar en falso, lo más que podría pasarle es que se lastime una pata, pero no caería por ese agujero. Para atraer la atención de las víctimas, había sembrado en la plataforma diversas plantas de apetitosas hierbas y verduras, se podían ver hojas de lechuga, cebollas, repollos, coles y otras especies que simulaban una bella huerta en medio del bosque. El punto perverso de todo ello, era el oscuro agujero que escasamente ocultaban el verde de algunas hierbas.

En esa inverosímil trampa, habían caído un par de conejos grandes. Las dos desafortunadas criaturas, macho y hembra, respectivamente; en un primer instante, habían intentado por todos los medios huir de su celda, golpeándose contra los hierros, intentando morderlos, o dando inútiles saltos para intentar alcanzar el agujero, pero no hubo escapatoria. Al final resignados, encontraron que su cárcel tenía ciertas “comodidades”, había algo de comida en granos desperdigada por el piso, dos pequeños cajones de madera, uno abierto, que usaron como madriguera y otro cerrado, pero que los atrajo mucho porque su instinto les decía que guardaba comida, y también había un recipiente plano metálico que estaba conectado a un pequeño canal y que ocasionalmente recogía agua de lluvia. Quien fabricó esta trampa, lo hizo pensando en que el animal que caiga allí, pudiera sobrevivir por varios días. Aparte de eso, la maleza y hierbas que se colaban por entre los barrotes también brindada un poco más de sustento. Así pues, los dos conejos, se vieron forzados a adaptarse a esta nueva vida en cautiverio.

Y como la naturaleza no se detiene, a las pocas semanas, ya no eran dos conejos en cautiverio sino una docena. El problema del número era la alimentación; en un principio sobrevivieron con lo que tenían a mano, y luego de tanto mordisquear en el extremo del cajón cerrado, terminaron por hacer una pequeña abertura por la que ocasionalmente les caía algo del grano ahí almacenado. Pero eso no les iba a durar para siempre.  


Con la leche de la madre pronto las crías pudieron valerse por sí mismas, y ellos se encargaron luego de acabar con las hierbas que entraban a la jaula, y pronto descubrieron que podías salir un poco más allá y volver junto a sus padres. La vida seguía y los gazapos crecían. Las aventuras exploratorias los llevaron luego a llegar a la parte de arriba de la trampa, es decir a la plataforma y allí descubrieron las delicias prácticamente servidas para ellos.  En el júbilo y derroche de comida, eventualmente dejaban caer algo por el agujero, lo cual era recibido por sus padres que lo esperaban ansiosos. Algunos incluso aprendieron a usar el hueco para de un salto volver a la madriguera, y el día que un gavilán los asustó, ese fue el camino corto que tomaron todos para escapar del cazador, y en lo sucesivo optaron por salir por entre los barrotes de la jaula y entrar arrojándose por el agujero.

 Pero con el paso del tiempo notaron que cada vez les era más difícil poder salir de la jaula; con gran dificultad y con alguno que otro empujón lograban pasar al exterior. Las crías iban creciendo día tras día, y entonces mamá y papá conejo tuvieron que tomar una decisión trascendental para el futuro de su familia:

Los reunieron a todos y con toda la seriedad y solemnidad del caso, les pidieron a sus hijos que esa sería la última vez que estarían juntos, que tendrían que salir antes de que fuera demasiado tarde y nunca más volver a entrar a la jaula. Aunque las crías comprendieron las razones de sus padres, no pudieron evitar las lágrimas y el dolor de esa decisión. O se alejaban de ellos o perderían para siempre su libertad.

Pero como más que una petición fue una orden de sus progenitores, uno a uno y ya literalmente con tremendo aprieto fueron saliendo. La tristeza por dejar a sus padres era inmensa, por su parte mamá y papá conejo eran un mar de emociones opuestas, por un lado, la alegría de la libertad de los suyos y por otro el vacío de su partida. Por un tiempo ellos iban a visitarlos y a llevarles comida, pero al final los padres terminaron el resto de sus vidas solos y en perpetuo encierro.

El autor de la trampa nunca apareció a revisar que presas habían caído por el agujero.

***

Texto: John Montilla (5-VII-2022)

Fotomontaje con imágenes tomadas de Pixabay

Relatos de sueños.

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domingo, 15 de mayo de 2022

LA GRAN LECCIÓN

 Por. John Montilla



 Cuando era estudiante, me encontré una mañana en los pasillos de la universidad con mi maestro de literatura Luis Ernesto Lasso, nos saludamos, charlamos un momento y luego antes de despedirse me pasó un libro y me dijo estas palabras que nunca olvido y que siempre que tengo la ocasión le repito a mis estudiantes. Mi maestro hizo una pausa y mirándome directo a los ojos con esa expresiva mirada que lo caracterizaba me obsequió una de las mejores lecciones de mi vida:

“Te regalo este libro para que aprendas como NO se debe escribir un libro.”

 Era un texto de cuentos muy mal logrados, malos todos; por supuesto no habían sido escritos por él, sino por alguien más que se las daba de gran escritor. A pesar de que no disfruté esa lectura, lo leí porque sabía que mi maestro me preguntaría por ello.  Y por alguna razón, decidí conservar ese libro.

Años después, cierta vez que me estaba trasteando de casa, y estaba quemando papeles, encontré de nuevo ese texto y decidí también arrojarlo a la hoguera, pero en el último instante me arrepentí, y lo rescaté de entre las llamas, alcanzó a quemarse un poco, lo limpié y le di otra oportunidad en mi biblioteca. Aún lo guardo.  Pues sea como sea, era un detalle que me había hecho mi maestro, y lo tengo como referente diario, pues cada vez que escribo algo, procuro que mis narraciones sean mucho mejor que las hay allí escritas; siempre paso por encima de los cuentos de ese libro.

Esa fue la gran lección. Gracias por siempre maestro Luis Ernesto Lasso.


John Montilla.  Texto (15-V-2022)

Imágenes tomadas de internet.

Relatos en mi camino

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viernes, 1 de abril de 2022

UN CAMELLO EN EL DILUVIO

 Por. John Montilla

Por. John Montilla

Mi vecina, la peluquera tenía entre las cosas que decoraban su pequeño salón una llamativa artesanía: un hermoso camello tallado a mano sobre un angosto y redondo madero; quizás de unos ochenta centímetros de largo. Desde la primera vez que lo vi me llamó la atención y las veces que pasaba por los servicios de sus hábiles manos, no perdía la ocasión para hacer los mismos halagadores comentarios de la figura. Creo que me dijo que lo había obtenido por un buen precio de un artesano que pasó por su negocio. Al hombre le cortaron el cabello y le compraron el camello. Alguna vez a manera de chanza le pedí a la peluquera que me lo regalara, por supuesto ella con un tono cordial me dijo que no.

 




Pero la noche del fatal diluvio que cayó en Mocoa y que ocasionó la tragedia, ella huyó como pudo junto a su familia, ya prácticamente con las lodosas aguas encima, no tuvieron tiempo de sacar nada de sus pertenencias; por supuesto el camello, - emblema de los desiertos- naufragó con la casa incluida.

A la madrugada después del desastre dueños y vecinos fueron testigos de cómo el lugar donde habían estado sus casas, se había convertido en una playa. Metros más abajo una señora de rodillas y con todo el dolor de su mundo deshecho daba golpes en el húmedo suelo, mientras gritaba al cielo sin consuelo: “Por qué no corrieron, Dios mío, por qué no corrieron.” Decían los vecinos que una familia entera se perdió allí; al parecer porque estaban encerrados con llave y en el caos y desespero de la noche no pudieron encontrarlas. No existieron en ese entonces palabras que pudieran servir de consuelo para la señora que castigaba con sus puños el barro. Ese barro que días después de pasado el desastre se convirtió en una suave arena seca, como esa en la que caminan de manera incansable los camellos.

Cinco años después recuerdo el dolor, el miedo, el desconsuelo, a los que se fueron, a las cosas queridas que se perdieron y hago un espacio en mi memoria para evocar también a los objetos simples que llenaban los hogares de nuestra gente, como ese adorno de madera, “símbolo de arenas eternas ”, que al igual que los cimientos de nuestro pueblo, se diluyó en la dolorosa noche del diluvio.

***

John Montilla (31-marzo-2022)

Crónicas de Mocoa.

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sábado, 22 de enero de 2022

NIDO POR CÁRCEL

Por. John Montilla

“¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?”

Oscar Wilde (El Ruiseñor y la Rosa)

                                                           ***


No fue la simple muerte del pajarito lo que me conmovió, sino lo trágico de ella. Lejos estaba de imaginar que ese canto que escuché varias mañanas encerraba un triste lamento. Les voy a narrar un pequeño drama de la naturaleza.

La pareja de pájaros había decidido instalarse en la terraza de mi casa, y a pesar de las molestias que en primera instancia vi; ya que todos los días había que recoger la basura y desechos que dejaban en el piso; decidí dejarlos que terminaran lo que habían comenzado: Estaban construyendo un nido, y habían escogido un resquicio junto a uno de los caballetes del tejado, su obra quedaba a la vista, pero segura porque quedaba lejos del alcance de las manos.

Durante varias jornadas se los vio laborando en su construcción, la prueba era los restos de lo que dejaban caer en el piso. Tiempo después de terminada la obra se podía observar que estaban incubando un huevo y a los pocos días se podía escuchar el canto de un polluelo que había nacido. Los abnegados padres que se esforzaban en el cuidado de su cría, tenían como recompensa un fuerte y bello polluelo. La fecha de abandonar el nido pronto llegaría.

Pero lejos estábamos de sospechar que el nido que sus padres habían construido con tanto esmero se había convertido en una trampa para la inocente criatura. Una mañana vi al pajarito parado al borde del tejado al pie del nido y me dije que pronto echaría su vuelo del adiós.  Ya tenía buen tamaño y se lo veía grande y robusto, pero me extrañaba que no diera ese paso definitivo, la presencia de sus progenitores era ya esporádica, quizás su instinto les decía que ya habían cumplido con su labor de padres. Ahora le tocaba al hijo salir a volar por el mundo.  

Y una mañana después de haber estado ausente de casa todo el día anterior, me percaté que el pajarito colgaba muerto junto con su nido.  Sentí mucha pena al ver la funesta escena, lamenté mi ausencia, pues quizás hubiera podido evitar el trágico desenlace. Luego me puse en la tarea de averiguar la causa. Tomé una escalera para bajar a la criatura y con asombro me di cuenta que el pajarito tenía enredada una de sus patas con una cuerda que sus padres habían utilizado para construir su nido.


Entonces llegué a la dolorosa conclusión que el pajarito había estado todo ese tiempo atado a su casa.  Siempre lo vi en la misma posición. Tuvo un nido por cárcel. Nunca se me pasó por la mente que ese animalito estuviera atrapado desde que nació. Varias veces lo vi y escuché cantar. Lejos estaba de imaginar que era la agonía por su triste situación. Su vida fue una tortura que se desarrolló a la vista de varios testigos.  ¡Como lamenté no haberlo observado con mayor detalle!  Me conmueve el pensar que al sentirse ya sólo y apremiado por el hambre intentó en un vano esfuerzo liberarse de su prisión. Aunque me consuela saber que al menos murió en el intento de luchar por su libertad.

Cuando pude bajar el nido y a la desdichada ave, analice con más detalle la triste escena, y me di cuenta que el pobre pajarito jamás hubiera podido zafarse; una de sus patas estaba completamente anudada a una fuerte cuerda blanca de esa que se usa para elevar cometas, y que paradójicamente aquí evitó el vuelo de un pájaro.  Con pesar vi que los pájaros padres habían utilizado aparte de ramitas, pajas y hojas, una diversa cantidad de materiales peligrosos para ellos: había variedad de cuerdas, distintas fibras, hilos, lana, mota de ropa, fragmentos de nylon, e incluso varios pedazos de alambre de cobre.  Toda una trampa. Ese nido era una prueba de lo que genera la contaminación en la fauna.  El pajarito pagó con su vida en un “nido por cárcel” una condena que nunca mereció padecer.

John Montilla: Texto e imágenes

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2022

jueves, 13 de enero de 2022

DRAMA POR UNA GORRA

 Por. John Montilla

La casualidad me puso en el camino este particular drama:  


Estábamos entrando a la ciudad de Mocoa, después de un largo viaje, cuando vimos en frente nuestro a un pesado tractocamión y encima de su carga venía una persona. Sin lugar a dudas debía ser un migrante venezolano. Hemos visto esta escena muchas veces. En un momento dado el hombre se bajó de la carga -parecía ser cemento- para ubicarse en la parte trasera del vehículo, y fue durante ese arriesgado movimiento cuando de repente el golpe del viento le arrebató la gorra roja que traía puesta para protegerse de las inclemencias del sol de ese día.

Creímos percibir que por unos breves segundos el hombre dudó entre arrogarse del carro y perder su transporte o resignarse a perder su preciado bien.  Hizo un gesto como para tirarse o estirar de manera instintiva la mano en un intento inútil por agarrar su gorra fugitiva.  

El automóvil en que íbamos pasó por encima del objeto perdido, fugazmente pudimos ver que estaba ya desgastada y sucia por el uso y quedó abandonada en la carretera. Mientras tanto vimos que el hombre se agarraba con desazón la cabeza por su lamentable pérdida. Se mesaba los cabellos con cierto desespero mientras continuaba mirando hacia atrás a su prenda que poco a poco irremediablemente se alejaba de él. Les dije a mis compañeros de viaje, que parecía que el hombre estaba llorando por ese hecho. Su gesto de mirar continuamente hacía atrás y de agarrarse la cabeza parecían corroborarlo. Nunca antes había visto a una persona tan desconsolada por la pérdida de una gorra. Alguien que sepa lo que es hacer un viaje largo y además a la intemperie puede comprender de manera fácil el porque de la reacción del desafortunado hombre.

Dentro del auto todos tuvimos el mismo pensamiento: recogerla y pasársela de vuelta, pero no era posible pues el conductor del tractocamión siguió de largo, ajeno al pequeño drama humano que sucedía a sus espaldas, y el tráfico vehicular también seguía su curso.


Cuando el pesado vehículo tomó la misma vía por la cual iríamos nosotros, le dije al conductor de nuestro automóvil, que lo adelantara ya que tenía que pasar por la casa de mis padres a recoger las llaves de mi apartamento y que tal vez tendría tiempo de agarrar y darle una gorra de la que sabía que podría encontrar allí.

Llegando a la esquina del hogar de mis padres, pude observar en la distancia a mi anciano padre sentado en una silla en el corredor de la casa, tenía puesta una de sus gorras. Llegué a casa; por fortuna la puerta estaba abierta, entré a las carreras; no me atreví a quitarle la gorra a mi papá, me pareció que no comprendería que yo llegara a casa después de varios días de ausencia y sin más le arrebatara su gorra y saliera corriendo de allí, sin siquiera saludarlo.  Así que pasé de largo, directo a la cocina, efectivamente allí estaba mi madre, tampoco la saludé, sino que le pedí con prisa y sin dar explicaciones una gorra. Me miró con sorpresa y con calma me dijo que la esperara un momento, le repetí que no tenía tiempo, que era muy urgente, entonces ella dejó con presteza lo que estaba haciendo y corrió a buscarme el objeto. Mi hermano que por ahí estaba me arrojó una gorra que tenía un letrero de un encuentro del “Adulto Mayor” y mi madre también ya corría con otra que llevaba publicidad de una bebida alcohólica.

Agarré ambas con presteza y con ellas corrí a la calle con la esperanza de que el tractocamión aun no llegara, cuando llegué a la esquina, mis compañeros de viaje me miraron y me dijeron con resignación que el vehículo había pasado un minuto antes.  Me quedé con la frustración y las gorras en la mano y pensando en lo que padecería el pobre hombre en el resto de su viaje bajo el duro sol de esa mañana.

Si ven a un hombre viajando sobre la carga de una tractomula y a la intemperie bajo un candente sol, les ruego, le regalen una gorra.

 


John Montilla: Texto e imágenes

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2022