lunes, 29 de mayo de 2017

La odisea de Zeus

La odisea de Zeus

Por. John Montilla

Crónica de una mascota en la tragedia de Mocoa.


                                                                Zeus  el «recolector de nubes» de Homero
                                                                era el dios del cielo y el trueno.

                                                            ***

En horas de la noche un taxi se detuvo junto al puente del Río Sangoyaco en Mocoa; justo en frente donde alguna vez existió un local llamado “Las Tablas”. –El sector ya no existe fue arrasado por la pasada avalancha que  sufrió la ciudad-.Del vehículo se bajó una persona y dejó abandonado un cachorro de color blanco en la vía peatonal, luego ingresó de nuevo al carro, y se marcharon.

El animalito confundido miraba a ambos lados de la calle, permanecía estático; algunas personas pasaron a su lado sin prestarle mayor importancia, únicamente la señora vendedora de arepas, sin clientes por el momento, lo observaba con atención por entre el humo que salía del carbón. Luego mientras con una mano le daba vueltas a su mercancía, con la otra agarraba su celular y con presteza se puso a hacer una llamada. El cachorro no se había movido del sitio  en que fue abandonado.

Al rato apareció una chica en una motocicleta y se detuvo junto al perrito, se agachó, sacó algo de un  bolso que llevaba y le dio de comer, mientras con ternura le acariciaba la cabeza; ahora el animalito agitaba la cola muy animado, mientras comía con avidez,  el hambre era evidente. Luego sin que nadie se opusiera o dijera algo, ella lo  levantó, lo acomodó en frente suyo en la moto y se marchó con su pequeña carga; la señora de las arepas no había perdido detalle de la escena. El largo viaje lleno de tropiezos en la vida del cachorro Zeus continuaba.

Al día siguiente apareció en facebook una foto del cachorro con un anunció en el que se  pedía que lo adopten. La imagen fue vista por una persona a quien le gustan los animales, quien se puso en contacto con la chica que lo  había recogido, y ella misma se lo fue a dejar a su casa. El pobre perro que estaba flaco, desnutrido y con huellas de haber estado encadenado, parecía que por fin había encontrado un hogar, pero la suerte aún no estaba toda de su parte.

La persona que me relató la historia cuenta que cuando recibieron al perro, se dieron cuenta que estaba muy maltratado, entonces lo llevaron al veterinario, le hicieron cortar el pelo, lo purgaron y lo nombraron Zeus. El problema fue que como aún no habían terminado  de construir la casa, no tenían mucho espacio donde tenerlo y como el perrito permanecía  casi siempre encerrado, cuando lo sacaban se le tiraba a  todo  aquel que le parecía sospechoso; nunca mordió a nadie, pero como  vivían cerca de una escuela, les dio temor que mordiera a un niño y entonces decidieron buscarle otro hogar. El trajinar de Zeus volvía a comenzar.

Entonces lo dieron en adopción y  ellos mismos lo fueron a dejar a  una finca en la vereda Las Planadas; con vitaminas y algo de comida incluida, pero a los pocos días se los devolvieron; la razón: otro perro que había en la finca lo agredía  mucho, por eso antes de que lo mataran, prefirieron regresarlo a sus dueños.

Luego una vecina que supo del caso y que tenía una finca, pidió que le regalen el  cachorro; los dueños lo llevaron y se dieron cuenta que había más perros, pero como no tenían opción decidieron dejarlo; el problema fue que al perrito pareció no gustarle su nuevo hogar y continuamente se daba a la fuga como queriendo regresar a casa,  con lo cual la señora se aburrió  y decidió devolverlo a sus anteriores dueños. Parecía que la mala fortuna perseguía al  animalito.

La dueña no sabía a quién darle el perro; no porque no quisiera tenerlo, si no por cuestiones de espacio y seguridad,  hasta que un día un primo le habló de un familiar a quien podría interesarle el perro, y de esta forma se le consiguió un nuevo amo al animalito. Lo malo fue que el hijo de la propietaria ya estaba encariñado con él y lloró al desprenderse de su mascota, y además la nueva familia a la que iba no nadaba en la abundancia y  encima tenían muchos más perros. Las cosas no se le daban a Zeus, pero lo peor para él aún estaba por venir.

El caso fue que el perro no se quedó ahí y fue a parar a una carpintería en el  Barrio Altos del Bosque.- El sector fue  prácticamente  borrado del mapa por un mar de agua, lodo, palos y piedras-.  Donde lo dejaban amarrado para que cuidara la herramienta; por fortuna para Zeus, la casualidad hizo que el nuevo amo lo dejara suelto la noche de la avalancha en Mocoa. Eso lo salvó en primera instancia de la muerte, pero no del padecimiento  que debió soportar durante ese trágico suceso; pues al igual que los humanos, muchos animalitos también sufrieron el rigor de la furia de la naturaleza.


El primo que había llevado a Zeus hasta esa zona, fue testigo de cómo el primer embate de las aguas desbordadas dio contra una de las casas vecinas, con un resultado catastrófico: después se enteraría que once personas perecieron en una sola familia, y en el caos que siguió  alcanzó a ver como las aguas arrastraban a su hija y a una nieta, y él de forma decidida, se había arrojado para agarrarlas y salvarlas, para luego correr con ellas a un sitio más seguro. Un repentino relámpago le había permitido ver al perro desesperado intentando seguirle sus pasos.

Esa pareció ser la última carta que se jugaron varias mascotas, correr detrás de los humanos -aunque varios testigos afirman haber visto a muchos gatos trepando a los tejados-  Al infierno reinante del fragor del agua, piedras, truenos y gritos de auxilio, se le habían sumado los aullidos y chillidos lastimeros de un grupo de perros  atrapados por un tronco que les impedía el paso. Entre ellos iba Zeus, luchando por darse una oportunidad en su perra vida. El gemido angustioso de los animales había conmovido a un joven que dijo: “Yo voy a rescatarlos”, y  su padre por no dejarlo solo se fue tras él; los dos como pudieron y en cuestión de segundos vitales habían arrojado a los animales bañados en lodo e irreconocibles  por encima del tronco  y luego corrieron a protegerse. El peso mayor de las fatídicas sombras aún no les había caído encima.  

Por fortuna ellos sobrevivieron a los estragos de la noche, pero de los perros no se tenía noticia. Por eso pasado el desastre, la apenada antigua dueña había iniciado la búsqueda de Zeus, y el hijo de su primo le había dicho: “Yo creo que salvé ese perro. Imagínate arriesgue mi vida por un perro que se me hacia popo en el andén de la casa”… Pero ahora no había rastro del sufrido animalito.



Cuatro días después del desastre y pese al temor de entrar en la zona arrasada; la dueña y su esposo pensando en que el perro quizá debía estar herido y  padeciendo hambre, sed y frío; se dieron a la tarea de explorar el sector donde vivía el animal. Lo que vieron los dejó atónitos: ¡Ya no había casa, únicamente playa y piedras!  Sin embargo continuaron la búsqueda; gritando en medio de la desolación: “Zeus , Zeus ” nadie acudió al llamado de ellos. Aún guardaban la esperanza que alguien lo hubiera recogido y llevado a uno de los albergues para animales que algunos voluntarios habían creado.

Sin embargo, pese a que parecía inútil, decidieron seguir buscando en un radio de acción más amplio, mientras continuaban con sus gritos de llamado. La búsqueda los llevó hasta un cultivo de cañas cerca del cual había una casa en la que habían recogido y estaban cuidando a varios perros solitarios. Hasta allá habían llegado sus voces y  un joven de aquella casa había dicho en voz alta a su padre: “Están buscando a un tal  Zeus”, y al instante un perro blanco -quizá lavado por la lluvia-, había levantado la cabeza y agitado nervioso la cola. “Este debe ser Zeus” dedujo el muchacho.

Entonces el joven había decidido salir  al encuentro de los buscadores con un grupo de perros detrás de él. Y cuando el sufrido animal escuchó que lo llamaban y vio a sus antiguos dueños, “había chillado de contento” y corrido con gran emoción hasta los brazos de su verdaderos dueños. La odisea de Zeus había terminado, era tiempo de regresar a una casa en la que ahora si hay espacio para él.


John Montilla.   Esp. Procesos Lectoescritores


jmontideas.blogspot.com
Sector arrasado por la avalancha. (A.D)


Zeus pocos días después de ser rescatado.  (A.D)



Derechos reservados.



sábado, 20 de mayo de 2017

CUAO

CUAO

Por. John Montilla


La lluviosa noche del 31 de marzo de 2017, los Patrulleros de la Policía Nacional, Desiderio Ospina y Gerardo Cuao se dispusieron a iniciar su turno de servicio como veedores de los derechos y libertades de los menores del Municipio de Mocoa, Putumayo, sin sospechar que habrían de enfrentarse a una de las jornadas más  tenebrosas de sus vidas. 

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Sus complicaciones, empezaron pasadas las once de la noche, cuando comenzaron a verse las  emergencias producto del desbordamiento de  casi todas las corrientes de agua que circundan al municipio de Mocoa. Una de las primeras misiones que cumplieron fue acudir al llamado de  auxilio  de una anciana que les pidió ayuda porque no podía abrir las puertas de su casa; los nervios le habían hecho perder las llaves, y dentro de la vivienda se encontraba otra abuela y un niño, quienes aterrados estaban tratando de salir, pero los candados y las aguas incontenibles los tenían atrapados. Ante esto los patrulleros Cuao y Ospina sacaron a relucir su pericia aprendida en el entrenamiento policial y mediante rápidas y eficaces maniobras lograron  poner a salvo a aquellas personas. Para hombres como ellos acostumbrados a situaciones extremas el asunto parecía cosa manejable, 
nunca llegaron a imaginar que el horror de esa  noche sería muy superior a sus fuerzas.

Momentos más tarde los dos patrulleros, junto a voluntarios de la comunidad auxiliaron a otras personas que se encontraban en situación de riesgo. En  esa nefasta noche lograron rescatar a una familia; ante cuyo gesto heroico salió una mujer bañada en lágrimas, temblando de frio y miedo, y quien a modo de  gratificación  les dio sendos abrazos, al tiempo que los comparaba con ángeles guardianes de su familia, y luego con una bendición se despidió de ellos, sin saber que con ese abrazo a Desiderio Ospina, se llevaba el penúltimo abrazo que él recibiría  en su vida.

El patrullero Gerardo Cuao referiría luego, así los hechos: “Con aquel amigo  de trabajo, aquel hombre niño que sin pensarlo dos veces me animaba a seguir ayudando a las personas que nos necesitaban. Caminamos unos pasos hacia una quebrada que corre junto  al barrio El Carmen; la  corriente se veía  crecida pero sin la apariencia de representar mayor riesgo, pero no dejó de inquietarme, sentía que algo no era normal, que algo estaba por fuera de su estado rutinario, deduje que era necesario adentrarnos más en el sector y pedirle a la gente que evacue la zona aledaña al cauce; y de súbito en el preciso instante que nos embarcamos de nuevo en nuestro vehículo policial un tumulto de agua impactó la camioneta y empezó a empujarnos en forma intempestiva, el torrente nos arrastraba con una fuerza descomunal, y sin dar tiempo a ninguna maniobra para evitarlo; estábamos a merced de la furia de la naturaleza.”


“La brutal fuerza del agua descontrolada que venía acompañada de un ruido atronador nos había atrapado dentro del carro y no nos dio tiempo de hacer absolutamente nada. Fue un instante irreal, un instante de  segundos en los cronómetros,  pero de siglos en nuestras vidas.  Fue un instante vital en el cual con Desiderio nos animábamos para darnos una oportunidad en medio de la ferocidad de la naturaleza; Un instante eterno el que nuestras miradas no pudieron conectarse por las violentas sacudidas del carro, pero  la adrenalina de nuestro cuerpo y el espíritu de supervivencia sólo apuntaron a que espontáneamente nos abrazáramos para darnos fortaleza, mientras el ataque de la avalancha nos impactaba con toda su intensidad; el vehículo se convirtió en parte del marasmo de lodo, piedras, agua, y todo aquello que previamente había demolido en su camino de muerte y destrucción. Estábamos dentro del incontrolable torrente, viviéndolo, sufriéndolo, siendo parte del caos. En otro fugaz instante, alcancé a pensar con desespero en cuál sería nuestra oportunidad frente al cataclismo  desatado y solo pude exclamar: ¡Dios mío ayúdanos! , mientras apretaba con todas mis fuerzas a mi compañero de infortunio.”


“Aquel abrazo a mi amigo Desiderio se convirtió en el último de su vida. Vagamente recuerdo que un madero impactó la cabina del vehículo con tal fuerza que la dividió en dos y desde ese momento  perdí contacto con mi compañero que ocupaba el puesto del conductor. Los bruscos movimientos y las vueltas sobre un eje sin punto fijo dejó el vehículo totalmente destruido; las piedras y los objetos golpeaban y dejaban sus marcas en las latas y el chasis. Yo aún abrazaba la esperanza de sobrevivir.”

 “Creo que el carro  hizo un largo recorrido desde el punto donde nos embistió  el  torrente, hasta  el lugar en que finalmente  fue a parar. Quizá cerca de medio kilometro.  Y  de pronto, casi que con la misma rapidez con que empezó a ser arrasado  el vehículo, todo quedó abruptamente quieto. Nuevamente sentí la irrealidad dentro de la realidad: había sobrevivido al embate de una cólera natural irracional, inmisericorde y desmedida.”

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“Agotado, impregnado de barro de pies a cabeza, con frio y encerrado en los latones arrugados del vehículo, y en un estado de estrés extremo le gritaba a mi amigo Desiderio que no me abandonara, que íbamos a salir juntos de la situación en la que estábamos, pero al no recibir respuesta pensé que estaba afuera  inconsciente y entonces entendí con mayor razón que debía afrontar con valentía el tormento  de las heladas aguas y la incertidumbre de no saber el estado de mi compañero de patrullaje. Haciendo uso de mis conocimientos en técnicas de supervivencia, respire profundamente y traté de adoptar una posición más cómoda en el asiento del vehículo para evaluar mi situación; calculé que serían tal vez más de las doce y media de la madrugada y a punto de la hipotermia, comencé a perder la fe, pensé que ya no tenía más opción que resignarme a una suerte fatal, por primera vez asumí la posibilidad de mi muerte y eso me hizo evocar a mi madre, mis hermanos, mis amigos, mi vida; pero sobretodo no dejaba de pensar en mi compañero Desiderio.”

“La lluvia seguía cayendo tenuemente, convirtiendo el frio en un tormento insoportable, tiritando comencé a hacer un chequeo de mi cuerpo en la oscuridad, tenía las piernas separadas y con el muslo izquierdo creí  tocar a Desiderio y nuevamente le dije en voz alta que no me dejase solo, lo animaba a seguir luchando por vivir, mis manos estaban libres y entonces recordé que tenía en mi cintura un radio de comunicaciones, lo tome con ansiedad, estaba empapado y lleno de lodo, pensé casi de inmediato  en descartarlo pues al tratarse de un elemento tecnológico, lo más probable fuera que estuviera averiado, eso me desesperó aún más; ya empezaba a sentir que mi cuerpo se adormecía y un cansancio extraño que me obligaba a no seguir luchando.”

“Sin embargo, decidí intentarlo, encendí el radio y comencé a modular mi voz de auxilio: ¡ De milagro el aparato aún funcionaba ! Tardó un momento eterno hasta que la central de comunicaciones respondió a mi llamado y fue en ese preciso momento que le di rienda suelta a todas mis emociones y lloré, lloré por mi situación, lloré por Desiderio, lloré por sentir el calor humano de mis compañeros. Sentí la ansiedad de la voz del señor Capitán Ocampo que respondía a mi súplica de socorro. Sentí como mi sufrimiento se transmitía por ese aparato de comunicación. Sentí como cada uno de los policías que me escuchaban me animaban a sobrevivir y súbitamente creí que de verdad algún ángel celestial compadecido ante tanto sufrimiento que supuse solo mío, tenía la orden sagrada de  protegerme  y me sentí rodeado de una burbuja celestial que tiempo después otras personas también aseguraron haber experimentado.”

El Capitán Ocampo, policía experimentado y  sobreviviente de circunstancias similares, cerró los ojos y recordando sus vivencias, empuñó sus manos y con voz firme preguntó por el radio de comunicaciones que quien solicitaba ayuda y el patrullero Gerardo Cuao contestó en clave policial que se trataba de él y su compañero Desiderio Ospina. De inmediato el Capitán Ocampo ordenó a sus subalternos que había que ubicarlo y rescatarlo como fuera y al precio que fuese; el capitán se vio reflejado  en Cuao, y recordó como él alguna vez, también estuvo a la merced de la valentía de otros; por eso en una operación diligente y  segura  lograron ubicar a Cuao, casi medio kilómetro distante del punto donde la furia del agua arrasó el vehículo en una  forma tal que parecía imposible que alguien pudiese estar ileso dentro del mismo.

Pero, lo imposible sucedió y entre un montón de hierro y latas retorcidas el patrullero Cuao había sobrevivido. Desesperado por la angustia de una posible  arremetida de una nueva avalancha, Cuao había comenzado a gritar para que sus compañeros lo ubicaran, él sacaba el radio por una grieta del vehículo destruido para que en la negrura de la helada madrugada lo ubicaran, ahora estaba dispuesto a luchar nuevamente por su vida y le decía a Desiderio (aún pensaba que estaba a su lado) que los habían ubicado que todo era cuestión de tiempo.

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Para llegar al lugar donde se encontraba Cuao, tardaron más de media hora, pues tenían que ser muy cuidadosos con cada paso que daban en medio de ese caos que se había formado en la oscuridad; esa circunstancia de cautela permitió que se diera otro milagro, ya que uno de los policías que iba al rescate de Cuao, halló vivo a un niño de de dos años de edad en medio del fango y escombros. El menor fue llevado de urgencia al hospital local. El sufrimiento de Cuao  dentro del automóvil  que fue ubicado en una semi-isla a unos pocos metros del rio Mocoa,  había servido para que sus compañeros salvaran una vida más.

Luego, tras cuatro horas de continuo y arduo trabajo en equipo, el Capitán Ocampo y otros voluntarios  lograron liberar al Patrullero Cuao del cautiverio de las latas nauseabundas de lodo y agua. Con asombro comprobaron que estaba casi ileso, pero aún no muy consciente de la magnitud de los hechos, ya que en medio de su drama, Cuao seguía asegurando que su compañero Desiderio estaba en su puesto de conductor, a lo que sus rescatistas respondían con un silencio doloroso que se mezclaba con la negrura  y el frío  de esa triste madrugada para Mocoa.

Mientras era llevado al centro hospitalario un rescatista de los bomberos voluntarios le decía a Cuao que no se durmiera, temía que algún golpe o la hipotermia afectara su integridad física y mental, le preguntaba por su familia, por su novia, por su mamá, por su profesión a lo cual Cuao respondía en forma acertada y precisa. Cuao no se alcanzó nunca a imaginar que en el hospital se encontraría de frente con una realidad de una tragedia de proporciones dantescas: Vio a tantas personas heridas, niños, niñas, jóvenes, mujeres,  adultos, ancianos, que se negó a ser atendido por dos enfermeras, pues insistió que debían ocuparse de aquellos que a su parecer necesitaban más ayuda. Había tantas lágrimas que fácilmente pudieron inundar nuevamente Mocoa.

El patrullero Cuao anota esto después de su odisea: “Luego  de pasar unos días en mi hogar y llegar nuevamente a Mocoa a pesar de las súplicas de mi madre para que no lo hiciera, cuando relato mí historia aún los más escépticos no se explican cómo logré sobrevivir a pesar de que el vehículo fue arrastrado casi medio kilómetro y quedar  totalmente destruido por el torrente.”

"Por eso sigo apegado a mi creencia de que fue la voluntad de Dios por la cual pude salir ileso; en la negrura de la madrugada, todos estaban cubiertos  de barro como si la naturaleza nos recordara nuestra igualdad y el origen de nuestra existencia a partir de un soplo divino a ese material.  Entonces recuerdo con nostalgia  la frase de mi compañero Desiderio, ya que al enterarme de su deceso comprendí claramente que hablaba en forma clarividente: Él regresaba a las filas celestiales habiendo cumplido a cabalidad con su deber de proteger vidas, incluso  cuando eso representó perder la propia. Cierro mis ojos y al instante rememoró sus palabras: “Aún hay personas que nos necesitan, vamos a tenderles nuestras manos.” 

"A mi no me dejó sus manos,  a mí me dejó un abrazo marcado para el resto de mi vida."

                                                                                                                         (Cuao- 2017)

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Redacción: John Montilla. Licenciado en Lenguas Modernas, 
                                          Esp. Procesos  Lectoescritores.

Recopilación: Jesus Ernesto  Anacona Delgado.  Intendente (Policía Putumayo)

Fotografía 1      : John Montilla
Fotografía 2 y 3: Deiber Trujillo . Subintendente  (Policía Putumayo)

Fotografía 4      :  Caracol.com / Policía del Tolima.

jmontideas.blogspot.com   (Derechos reservados) 

sábado, 13 de mayo de 2017

Una gota de agua en el “colador”

Por. John Montilla

                                                                          “Lo que sabemos es una gota de agua;
                                                                          Lo que ignoramos es el océano.”  Newton

Gracias a Brenda por  permitirnos narrar este episodio de la tragedia de Mocoa (31- III- 2017)

                                                                        ***


 “Esa noche como todas, mi mamá se había tomado las pastillas para poder dormir; de haber sabido la pesadilla que horas después se vendría, no le hubiéramos hecho tomar ni una sola en toda esa semana. Pero, como nadie sospechaba nada; ella como siempre había tomado su dosis a eso de la ocho y media, que es la hora habitual cuando ella se acuesta. En mi casa somos como las gallinas, nos gusta acostarnos temprano, y además le seguimos el consejo a la  abuela que dice: “No trasnochen mucho, que eso envejece”.  Pero con lo vivido esa noche, no hubiéramos podido dormir, ni aunque nos hubiéramos tomado cada uno frasco entero de píldoras.  

A todas estas, mi madre ya dormía plácidamente, no había nada que hacer, las benditas pastillas, parecía que habían hecho su efecto, más que cualquier  otro día. Daba envidia verla dormir. Yo siempre acostumbro a leer  un poco como signo de cuidar su sueño. La noche estaba muy fresca, y ya se sentía una brisa helada, la lluvia era inminente, y como le tengo pavor a los truenos y relámpagos, me dispuse a dormir junto a ella. Al rato de acostarme sentí que caía un tremendo aguacero, el crepitar de las gotas  era muy fuerte, y el concierto de  estruendos semejaba una pelea de gatos sobre el tejado de la casa. Se escuchaba el golpe  de los chorros de agua al caer en la calle  y la noche que invitaba a quedarse envuelto entre las cobijas comenzó a volverse un problema.

El primer inconveniente empezó cuando escuché una  gota continua de agua que caía dentro de la casa; se sentía que caía sobre un objeto y hacía un ruido molesto. No soporto ningún tipo de sonido al dormir, así que me levanté  a ver que pasaba. Prendí las luces y descubrí que lo que  perturbaba mi sueño era  una gotera cayendo sobre un objeto  plástico que alguien había dejado abandonado en el piso. Eso era fácil de resolver simplemente se ponía un tarro para que recoja la gotera y punto; el problema fue que descubrí que estaba cayendo más agua adentro que afuera: ¡ La casa estaba prácticamente convertida en un colador !

Así que con resignación fui a la cocina y agarré cuanto pertrecho tenía la abuela allí: ollas pequeñas, ollas grandes, tarros, baldes, cubos, recipientes, cacerolas, jarras, vasijas, vasos y todo cuanto pudiera contener agua; de haber tenido habría colocado hasta tapas de gaseosa. En medio de la noche yo me veía como “la loca de los tarros”, poniendo cuanta cosa tenía alrededor de la casa, incluidos pisos, mesas y hasta armarios;  así que cuando consideré que ya había hecho lo suficiente me fui a acostar de nuevo. Mi madre dormía ajena a la situación, mientras yo había estado  tratando de detener lo imposible; cuán lejos estaba de imaginar que ni siquiera todas las ollas de mundo podrían contener el torrente que se iba a venir encima de nuestro pueblo.

La lluvia arreciaba. Ya de nuevo entre las sábanas pensé que no tenía por qué molestarme otra vez, pero algo me decía que la cosa no iba a ser tan fácil, pues no tenía ni una gota de sueño, y ahora estaba escuchando un desentonado concierto de  goteras caer sobre los recipientes y observando a mi mamá dormir como nunca la había visto. Pero la situación se puso color de hormiga cuando el agua empezó a caer en mi rostro, así que no tuve más remedio que despertar a mi madre para pedirle que me ayudara a correr la cama. En medio de su marasmo, ella me ayudó a moverla; vagamente miró a algunos de los cacharros que yo tenía regados en el cuarto, pero no dijo nada. Es más sólo atinó a decir que pusiera otra olla en una esquina que hacía falta, pero yo no hice caso, ya estaba jarta de andar cargando trastos a esa hora; así que nos acostamos otra vez, pero el agua insistía en levantarnos; así que tuvimos que terminar de mover la cama, estando en esas empezamos a escuchar las primeras voces de alarma en la calle.  




Eran ya más de las once de la noche, y se oía a mucha gente afuera. Entonces abrimos la puerta y parecía que el cielo se iba a caer de tanta lluvia. Vimos que unos niños gritaban, salían de una zona popularmente llamada Calle China -supuestamente apodada así porque vivía mucha gente en esas casas-  Nosotras ofrecimos auxiliarlos y quisimos entrarlos a la casa para que se escamparan del diluvio, pero una vecina alarmada nos grito: “ ¿Qué hacen? ¡Corran que el río se está desbordando !

Por tanto muy a nuestro pesar tuvimos que sacar los niños a la calle otra vez, y entonces sentimos que los nervios se estaban convirtiendo en otro enemigo; no sabíamos que hacer, ni a quien llamar, y como nuestra casa está entre las últimas de la cuadra, empezamos a golpear puertas como locos, y a gritar para que toda la gente se acabara de despertar. El efecto de las pastillas de mi madre se había ido al carajo. Ahora estaba más despierta que nunca en su vida.

Al entrar de nuevo en la casa, ya empapadas por el aguacero, vimos que la abuela, se había arrodillado a rezar en el  altar que tenemos en la sala; mientras apresuradamente nos poníamos “ropa de combate” le instábamos a que también se alistara para salir, en un principio ella se negó, pero luego casi que la obligamos a que se vistiera. (Nunca olvidaré las palabras de mi abuela esa noche cuando la tragedia estaba cayendo sobre Mocoa:  “Señor aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor”). Estábamos en una lucha contra reloj, contra el agua que ya se veía correr por todas partes. Y luego cuando a toda carrera nos alejábamos del peligro recordé que mi padre vivía en el otro extremo de la ciudad en una zona con  más riesgo que la nuestra.

Así que con ansiedad empecé  a llamar  a su celular, pero él no contestaba. Me imaginaba lo peor. Le marqué una vez, dos veces y nada, la única respuesta que obtenía era la mecánica voz de una mujer que me decía: “sistema correo de voz”, casi al borde del llanto pensaba que si el río acá ya se salió del cauce, que sería de mi papá que vivía más cerca de él. A pesar de que hace tiempo no hablaba con él, sentía por instantes que el corazón me quería dejar de latir; hasta que por fin  a la tercera llamada me contestó. Mi padre vivía en San Fernando, uno de los barrios que fue arrasado por la avalancha de esa noche.

Él había estado durmiendo cuando lo llamé, así que se despertó tranquilo, ni siquiera sabía que estaba lloviendo y me responde: “Ya hija, ya voy a ver que pasa, no se preocupe”. Pero yo le insistía con vehemencia: “Que por amor a Dios saliera de la casa”. Ante tanta insistencia mía, el accedió a mi petición, sin siquiera imaginarse lo que se iba a encontrar: Lo primero que hizo fue sacar a mi hermana, junto con una vecina, y luego  se topó con  un vecino que le pidió el favor de dejarle guardar la moto, con lo que perdió minutos valiosos, pues estando en esas fue sorprendido por el  torrente que lo agarró  y  no supo en qué momento se vio dando vueltas en un torbellino  de  fangosas aguas que lo arrastraron varios  metros;  el luchó con todas sus fuerza por sobrevivir, y por fortuna en medio de su desespero,  fue visto por un agente de policía que no dudó en acudir en su auxilio y le tendió una mano salvadora que le salvó la vida a mi padre.

Al otro día de sucedida la catástrofe mi papá llegó a mi casa bañado en lágrimas a agradecerme por haberlo salvado; al ver sus golpes y sus heridas tampoco  pude contener mis lágrimas de emoción reprimidas. La tragedia de Mocoa me ha permitido de nuevo acercarme un poco más a mi padre y entonces pienso todavía con los ojos aguados que debo darle gracias también a esa gota de agua en el “colador” que impidió que me durmiera esa fatídica noche ”.


John Montilla. Narración y fotografías.


domingo, 7 de mayo de 2017

El canto de la noche sin pijamas

Por. John Montilla


“Será mi sangre una tinta como pocas 
y mi piel será el papel que guardará mi memoria.”  Anónimo 


En la fiesta de pijamas organizada para celebrar un cumpleaños entre primos  hubo torta, jugos, risas, juegos, música, alegría y los clásicos adornos de globos de colores,  tiras de confeti, moños de papel seda, y llamativos dibujos en el papel regalo, e igualmente todas esas cosas que los niños en su inocencia pueden inventar; además también hacía parte de este festivo  ambiente las tiernas imágenes que las ropas de noche de los niños llevaban estampadas: dulces ositos, alegres payasos, niñas fresitas, delicados patitos, vistosos carritos, relucientes estrellas, lunas sonrientes y toda una gama de dibujos tiernos que invitaban a soñar y no a sufrir la pesadilla que estaba en camino de llegar.

La fiesta había terminado, cuando de manera abrupta  el cielo se destapó y una tormenta de proporciones bíblicas había hecho temblar los cimientos de la tierra. Los niños habían sido sacados de la calidez de las sábanas y del confort de sus pijamas; tal vez hasta los payasos estampados se habrán asustado, los ositos habrán sentido frío, y quizá por primera vez  los patitos habrán sentido miedo  del agua; y en cuestión de escasos minutos, este frágil mundo infantil  tuvo que enfrentarse una de las más duras pruebas de sus vidas. La voz de la vecina que segundos antes los había alertado, había sido despiadadamente apagada cuando un embate de un incontrolable torrente la calló para siempre. Las primeras lágrimas de la noche habían caído sobre los payasos, cuando los niños la vieron desaparecer en sucios torbellinos de agua y lodo.

La palabra avalancha se esparcía por todos lados con gritos de ansiedad y de terror. Los  niños se veían desesperados y luciendo aún sus delicados trajes de dormir. Las lunas  ya sin  sonrisa y las niñas fresitas que ya  habían perdido sus coloridos sombreros son testigos de cómo la furia de las aguas rebosan la piscina en el patio trasero, luego un impacto en la ventana rompe los cristales y una turbia ola  los empuja contra las paredes, haciendo que caigan los primeros ositos al agua, Batman que estaba en unos pantalones es el primero en desaparecer. Angustiados y ayudándose entre ellos,  logran salir y trepar al  segundo piso  de la casa. Los patitos se niegan a ahogarse, pero la pesadilla aún estaba en sus inicios, pues desde allí notan como la furia de las aguas y piedras rompe la piscina y las  paredes de la casa; y luego se les viene la noche cuando se apagan todas las luces; las estrellas de una camisa ya habían perdido su brillo con el barro  y al instante la parte baja de la casa se derrumba.



Por milésimas de segundo los niños se siente caer en un abismo, varios hombres araña también caen en picada, pero de milagro los aterrados muchachos se logran agarrar de algunas varillas, de manera increíble aún están todos completos. Un rayo de esperanza se esparce  sobre ellos,  cuando el chorro de luz enviado desde la cárcel municipal,  les ilumina un cercano edificio alto, y con la ansiedad, propia de los náufragos,  se dirigen hacia allá. Van con el agua ya casi hasta el cuello, y agarrándose entre ellos y sujetándose de lo que pueden, vagamente sienten que las frías y lodosas aguas, van arrancado los vistosos carritos, los patitos hace ratos que se ahogaron, y algunas niñas  fresitas aun se resisten a caer.

La marcha hacía el edificio que parece la salvación se hace eterna a pesar de que el recorrido se hace en pocos y vitales minutos. El agua, las ramas y todo tipo de objetos  van arrancando todos los ositos; las estrellas hace ratos que se han apagado para siempre y algunas frágiles florecillas de múltiples colores también se han ido con el barro. Hasta parte de la piel se ha ido quedando en el trayecto; la lodosa agua  se tiñe  con sangre. Pese a todo,  la primera parte de la hazaña se ha conseguido; logran llegar al edificio, aunque en el camino se ha quedado  todo: ya no  están los osos llenos de ternura, ni los alegres payasos, ni patitos,  ni nada, todo se perdió en la noche: Niños y adultos estaban completamente desnudos e impregnados de barro de pies a cabeza.

El manto de la noche, junto con la niebla de terror que los acompañaba, les impide percatarse de ello; no había tiempo para el pudor, el miedo estaba por encima de sus límites. El pánico hace mella, todos están llorando; un niño pregunta desesperado a su madre: ¿Aquí vamos a morir?, y un “sí mijo, aquí vamos a morir” es la brutal respuesta. Alguien envía unos desesperados y dolorosos  mensajes  de despedida a la familia; el edificio estaba que colapsaba.

De pronto en medio de la  tensión y entre el confuso abrazo de pieles, una voz femenina adulta se  levanta y ruega  con angustia: ¡Oren, oren  por favor! No es necesario que lo repita, todos lo están haciendo. Entonces a uno de los niños quizá movido por los nervios le da por cantar en voz alta: “Si tuvieras fe como un granito de mostaza.”  Y de pronto emerge un sublime coro, todos los allí reunidos, desnudos, pero cubiertos con la dulce y firme voz del niño y casi que en un estado de pureza celestial,  acompañan el canto del menor. Todos a una voz seguían el ritmo, se había formado una iglesia en la que cantaban creyentes y no creyentes. Mientras afuera seguía desatándose el  infierno más frío de nuestra historia.

Luego en ese estado de éxtasis colectivo  a una niña le da por improvisar los siguientes versos:

 “Si tuvieras  fe como un granito de mostaza
Eso lo dice Dios.
Tú le dirías a las aguas… váyanse, váyanse, váyanse.
 Tú le dirías a la tormenta …cálmate,  cálmate, cálmate.”



Entonces, dice la niña de doce años que me narró esta historia, que todo se calmó y que la muchedumbre allí refugiada y arropada con el manto de la esperanza, sintió que la vida les había dado otra oportunidad. La noche sin pijamas había terminado, pero la pesadilla que iban a encontrar al salir del edificio aún continuaba


Texto. John Montilla
Fotografías: Silvio López

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