martes, 26 de agosto de 2014

CASI UNA PESADILLA (Crónica)

Por: John Montilla

 La camioneta que minutos antes había acabado de atropellar a unos indefensos  animalitos en una maniobra imprudente del conductor - pues lo había hecho  a propósito-  seguía su marcha bajo un tremendo aguacero, que se había desgranado minutos después del molesto suceso. La lluvia era tan densa y el viento azotaba tan fuerte que el conductor se vio obligado a reducir la velocidad que llevaba.


El golpe de las gruesas gotas de lluvia sobre el parabrisas y la cabina del carro, junto con el fragor de los terribles truenos contrastaba con el silencio que se había hecho dentro del vehículo, nadie decía nada, todos estábamos atentos a la carretera como queriéndole ayudar al conductor a guiar el carro en la oscuridad de esa terrible noche de invierno.

De pronto alcanzamos a percibir una sombra que venía en  dirección contraria a la nuestra, precedida de las luces tenues de otro vehículo, y entonces nos percatamos que era un motociclista que al parecer se había quedado sin luces, y el carro detrás suyo iba alumbrándole el oscuro camino. Todos, de seguro pensamos que sería un penoso viaje, pues el motociclista no llevaba ni  capa, ni casco, únicamente iba guarnecido con una empapada chaqueta,  y  a la velocidad y en las condiciones que iba,  su llegada al pueblo más  próximo le iba a resultar muy complicada.

Entretanto nosotros seguíamos nuestro viaje, necesitábamos llegar cuanto antes, ya que un familiar muy cercano de mi acompañante había fallecido recientemente y de ahí la premura de viajar a esa hora y en esas circunstancias. Cuando llegamos al siguiente  pueblo como a eso de las once de la noche, notamos que casi todas las calles estaban anegadas y el carro salpicaba mucha agua a  los costados con sus llantas. El pueblo estaba inundado y en silencio; no se miraba un alma en la calle. Todo estaba  cerrado; por eso el conductor se ofreció a llevar a los otros dos pasajeros hasta sus lugares de residencia. Dimos varias vueltas hasta llegar a las direcciones respectivas y también para evadir algunos grandes charcos y zanjas.

Uno a uno los pasajeros se fueron bajando, hasta que por último quedamos el chofer, mi acompañante y yo. Aún teníamos camino que recorrer, nuestro conductor dijo que iba a buscar a alguien que lo acompañe, porque no quería venirse solo al regreso. Efectivamente llamó al dueño del carro que por fortuna  vivía en ese pueblo, y pasamos  a recogerlo y luego en silencio seguimos la marcha ahora los cuatro.

Salvo la lluvia que parecía no amainar - pues la tempestad era continua- el viaje seguía tranquilo en la penumbra de la noche; de vez en cuando aparecía como fantasma luminoso entre la bruma  uno que otro vehículo. Al rato nos topamos en una especie de hondonada en la que no se podía pasar, ya que un gran camión que venía del otro lado se había quedado profundamente atascado en el lodo en un sector en que se estaban adelantando unos trabajos de adecuación de la vía. Luego, a los minutos vimos pasar un vehículo pequeño y entonces dijo nuestro conductor: “Si él pasó, nosotros también podemos”, pero antes de que él  maniobrara, otro carro que venía en sentido contrario al nuestro se metió primero y preciso ahí quedo atascado. El problema era que  nadie tenía a mano herramientas para sacar ese vehículo atorado en el barro.


Después de casi una hora de infructuosos intentos fallidos y de la ayuda de varios voluntarios por intentar  sacar el vehículo del lodo, y de estar encerrados en el carro en la fría, oscura y lluviosa noche dijo nuestro conductor: “Nos va tocar regresarnos”. En el interior de nuestro vehículo ese fue el consenso, nos tocaba regresarnos, mi preocupación era que a mi acompañante la esperaban sus familiares en un velorio. Para complicar las cosas no habíamos reparado que en el transcurso de todo ese tiempo muchos otros vehículos se habían ido apiñando a lado y lado de la carretera y cuando nuestro carro quiso dar marcha a tras fue prácticamente imposible; y en ese proceso de dar vía otro pesado camión a nuestras espaldas también quedó atascado en el lodazal que se había formado. Y ahí si no hubo poder humano que a esa hora pudiera sacarlo. ¡Quedamos en pleno centro del trancón! La situación era patética nos iba a tocar amanecer en el carro en medio de ese lodazal, con el frío que hacía y en la total oscuridad de esa lluviosa noche.

En el deseo de salir de allí, no habíamos reparado que tampoco había señal para podernos comunicar, estábamos completamente bloqueados. Esto es mucha mala suerte se quejaba el chofer; yo me acordé de las criaturas  que él había atropellado adrede en la vía. También en esos momentos recordé que no habíamos cenado, mi acongojada acompañante sacó un pequeño paquete de papas fritas y una botella de agua que llevábamos, y la compartimos entre nosotros.

Súbitamente a nuestro chofer se llenó de coraje - “Yo no pienso amanecer aquí”- dijo, y se bajó del vehículo, yo lo seguí;  la lluvia había amainado un poco. Y entonces, iluminados con las luces de los carros y con renovados esfuerzos y con la ayuda de varios rellenamos con piedra una zanja y tras muchos intentos logramos sacar el carro que enfrente nuestro obstaculizaba la vía.  Como estábamos al frente fuimos los primeros en salir del atolladero; ignoro la suerte de los otros, pero de seguro ningún vehículo grande debió pasar. Por eso nuestro conductor a cuanto vehículo se topaba en el camino le sugería que se regrese porque la vía esa noche estaba bloqueada.

Por fin a eso de la una de la madrugada llegamos a nuestro destino. La lluvia había vuelto a arreciar. Le pedí a nuestro conductor que nos dejará en algún hotel. El hombre ya no parecía aquel que había arrollado a unos indefensos animales, es más se veía más amable que nunca. Nos llevó hasta el mejor del sitio según él. Me bajé del vehículo, para preguntar por una habitación. Subí unas gradas que me llevaron a un segundo piso, llamé, y me salió un joven con cara de haber estado viendo televisión entre sueños y  me dijo que no tenía ningún cuarto disponible. Le pregunté qué donde podría  conseguir un lugar donde quedarme, me dio unas indicaciones. Le di las gracias y salí. Les dije a los que me esperaban en el carro que tendríamos que buscar en otro lado.

Fuimos al otro sitio, y la respuesta fue igualmente negativa. Todo estaba copado, la razón que me dieron es que había llegado últimamente mucha gente por cuestiones de trabajo. Ya me estaba empezando a preocupar, ya que  al parecer no había más hoteles en el pueblo, entonces dijo el chofer, yo conozco otro sitio, es posible que allí consigan algo. Por su parte según alcance a escucharles, ellos pensaban ir a quedarse donde algunos de sus conocidos. ¿Pero y nosotros?, Pues según nos dijeron el conductor y el dueño del carro, el lugar del velorio al que nos dirigíamos no quedaba en el pueblo y ellos no se ofrecían a ir a esa hora hasta allá. La posibilidad de quedarme en la calle, mojado y con ese clima no me hacía sentir muy tranquilo, además no conocíamos a nadie en ese lugar.

Cuando llegamos al siguiente “hotel”, me dirigí por la puerta abierta hasta el fondo de un corredor, llamé y alcance a ver un señor que tenía puestas unas viejas gafas, salía de un cuarto estrecho debajo de unas escaleras; también  se notaba que  estaba mirando televisión. Le pregunté por una habitación, me miró unos segundos y luego respondió que sí. Me preguntó que si la quería con TV  o sin TV, en esas circunstancias y a esa hora no estaba para ponerme a regodear por esos detalles, pero rápidamente deduje que una habitación que tenga televisión debe ser un poco mejor que una que no tenga, por eso le dije que prefería la que tenga televisión. Lógicamente el precio era un poco más alto.

El hombre un tanto ya mayor, se metió a su cuarto y me pasó un desteñido control remoto, mientras me pedía que le pagara la habitación por adelantado, así lo hice, y cuál no sería mi sorpresa cuando lo veo unos segundos después, desconectando y  sacando en brazos su destartalado y aparatoso televisor  de esos que ya no se venden, y se dispuso a subir pesadamente las gradas  mientras arrastraba en su viaje el cable del aparato. Temí que fuera a enredarse y caer, eso hubiera sido el acabose. Lo absurdo de la escena y el cansancio que llevaba me impidieron ofrecerle mi ayuda, por fortuna el hombre llego sin tropiezo y jadeando hasta el segundo piso.
 
Lo habíamos seguido asombrados y prudentemente unos pasos atrás, cuando llegamos vimos que las baldosas del corredor estaban encharcadas, “ha llovido mucho”, dijo el señor. Cuando llegó junto a la puerta del cuarto, dejó el pesado aparato en el piso y mientras buscaba la llave para abrir, nos advirtió: “Hubo un vendaval hace un par de días y se llevo parte del techo”.

Cuando entramos al cuarto notamos que estaba inundado. “Es por culpa de unas goteras en el balcón, el agua se mete por debajo de la puerta”, agregó, el señor. Dejo tranquilamente, el televisor en una mesa y nos pidió que esperáramos un momento. Mi silenciosa acompañante me miro resignadamente a los ojos; al momento  él regreso con un trapeador y diligentemente se puso a trapear. Trapeaba y escurría el agua sucia en el piso del baño. Yo no atinaba a decir ni una palabra. Cuando hubo terminado le dije que había una gotera muy cerca de la cama, me dijo que tranquilo que no caía sobre ella y efectivamente la gotera caía como si la hubieran tirado con plomada a milímetros de la cama. Por primera vez en el transcurso del  día me dieron ganas de reírme a carcajadas, pero no lo hice porque no me pareció prudente, y además era la única habitación disponible en el hotel y en el pueblo.

Luego nuestro hospedero, procedió a instalar el televisor, (ni modo de decirle que ya no me interesaba),  era ya muy tarde en la noche. Lo encendió y justo en ese momento vimos que estaban transmitiendo un combate de boxeo con narración en inglés; televisión internacional me dije. Pero a quién diablos le interesaba una pelea a esas horas. Al comprobar que el aparato funcionaba, el señor nos dio las llaves y se despidió amablemente de nosotros. Yo lo dejé sintonizado en el mismo canal, daba igual cualquier cosa.

Cuando el señor salió, cerré la puerta y corrí a hacer algo que siempre hago cuando entro a un hotel: Comprobar si funcionaban la ducha y el sanitario; y tal como lo sospechaba no había agua en ninguno de los dos elementos. Afortunadamente había dispuesto un gran recipiente plástico con agua, un tazón y un balde más pequeño. Noté que no había papel higiénico; un tubo sellado indicaba que allí debió haber algún día un   lavamanos y  en la pared estaba marcado por un recuadro de mugre el lugar donde debería estar el espejo. Pero, lo que más chocante me pareció,   fue ver   una intermitente gotera que  caía justo encima de la  taza del sanitario. Esto es ridículamente loco le dije a mi acompañante.
 
Abrí la puerta que daba al balcón y comprobé que efectivamente parte del techo estaba roto y levantado. La lluvia seguía cayendo. Cerré de forma apresurada la puerta; el piso se había vuelto a encharcar.  El colchón de la cama estaba forrado con un grueso plástico  y cubierto con una delgada sábana, me recosté un momento y sentí que pesé al clima, hacia un bochorno insoportable dentro de la habitación que olía a trapeador sucio.

Me dije esto tengo que escribirlo, por tanto baje hasta el primer piso a pedirle al señor que me regale papel, me dijo que no tenía nada; le pedí que me diera cualquier cosa en la que pudiera escribir y entonces me pasó dos facturas sobre las que posteriormente copié todos estos apuntes  por ambos lados de las hojas y  en inglés, por si las moscas. Para entrar un poco más en confianza le conté porque había llegado hasta allí, y entonces él me dijo que por nada del mundo me aventurara a salir a la calle y mucho menos con ese clima. Me aseguró que absolutamente nadie me llevaría hasta una vereda a un velorio a esas horas de la noche. Le pregunte por comida y me dijo que como era viernes posiblemente habrían  puestos ambulantes en la calle, pero también me aconsejo no salir. Entonces no hubo más remedio que regresar al cuarto, el agua salía por debajo de la puerta; mi acompañante se había dormido con el televisor encendido en un programa de dibujos animados.

Por último también decidí acostarme. En la oscuridad de la noche sentía caer pausadamente la gotera junto a la cama, pero gracias al cansancio del día,  el sueño me dominó y el hambre nos  despertó a eso de las 7 de la mañana. Nos alistamos y corrimos a desayunar. Luego mientras esperaba el transporte para llegar por fin a nuestro destino, decidí ir hasta el parquecito del pueblo, donde pude ver  a un grupo de perros cómodamente echados sobre todas  las bancas disponibles, y como los muros estaban  aún muy húmedos, me quedé de pie observando la escena y lamentando no haber traído la cámara para captar esa imagen que hubiera sido una  prueba fehaciente de todas mis palabras. Pero, no hubo mucho tiempo para  lamentar porque aún nos esperaba un funeral por asistir y un viaje de regreso por hacer.  (Octubre de 2012)

John Montilla
Esp. en Procesos lecto-escritores












VISITA PRESIDENCIAL (Mini cuento)

Por: John Montilla

El prepotente presidente de una República Bananera llegó de visita oficial  a la nación más poderosa del mundo.  En el imponente palacio de gobierno fue recibido con el acostumbrado protocolo estatal: sobrio,  pero no fastuoso.  Luego lo condujeron al interior del recinto,  hasta que  lo dejaron incómodamente solo esperando frente al despacho presidencial de su anfitrión.

En esas circunstancias y en la inmensidad de esos aposentos por primera vez en su vida se sintió disminuido de la grandeza que él creía eterna en su gobierno. Por eso tras unos segundos de vacilación, se decidió a llamar y entonces una voz potente e intimidatoria le preguntó desde del interior:
-¿Quién es?

-Soy el presidente de la República Bananera- respondió de manera dubitativa el desconcertado visitante.

- ¡Pues lárgate! …que aquí  no hay espacio para dos- fue la seca respuesta.
El humillado presidente de la República Bananera se retiró profundamente aturdido a analizar con toda su comitiva el porqué de ese inesperado y grosero recibimiento. Y en una apresurada asamblea en la que ni por asomo se les pasó por la mente  tener la dignidad de dar la media vuelta y regresar a su país, llegaron  tras una corta deliberación  a una sencilla conclusión. Y por tanto confiados con la fórmula encontrada  enviaron de regreso a su resignado gobernante a intentar  una entrevista con el dueño del mundo.

 Por eso cuando el apocado gobernante estuvo de nuevo frente a las puertas del despacho presidencial volvió a llamar. 

-¿Quién es?- La misma tajante voz volvió a preguntar.

Y  esta vez respondió de forma pusilánime el otrora gran presidente de la República Bananera:

- ¡Nadie! 

Y entonces automáticamente se abrieron las puertas.
 
John Montilla
Esp. En procesos lecto-escritores.
Texto  de mi colección: Cuentos Pendientes




EN SEMANA SANTA NO VIAJO

Por: John Montilla


Uno de mis amigos virtuales había escrito en la red social que se encontraba en determinado sitio del país, y por curiosidad me dio por preguntarle  que cuándo y con quién había viajado. Esta fue su respuesta:

 “Lo puse ahí para que digan que por lo menos me fui de vacaciones.”
Ante esta afirmación, mi primera reacción fue reírme; pero más tarde al reflexionar otro  poco sobre el asunto, llegué a la conclusión que me encontraba ante un típico caso de arribismo; que consiste en el acto de intentar demostrar ser algo que no se es.

Me atrevo a afirmar que este tipo de conducta se genera debido a la presión social  que se da, por el afán de querer mostrar a los demás lo que se está haciendo; cuando lo más sencillo es simplemente decir: En Semana Santa no viajo. Al menos, eso hago yo; y tengo mis razones para contarle a mi amistad porque no lo hago. Sin más preámbulos, entonces  paso a exponer  mi argumento (pesimista si se quiere).

En primer lugar, siempre he considerado que no es una buena época para viajar. Partiendo de que en nuestra región invariablemente llueve, y la idea de quedarme atrapado en la vía, como a muchos nos ha sucedido, con todos los sinsabores que esto acarrea no es algo que me seduzca.
Coincido con varios  apartes de un artículo aparecido en la Revista Shock, sobre el tema de no viajar en la llamada semana mayor: “…Colombia no está hecha para ser disfrutada en temporada alta. No tiene la infraestructura hotelera, vial ni recreacional, y los precios suben a niveles de Dubai. Y cuando unas vacaciones son tan cortas, atravesadas ahí entre enero y junio, el plan no se convierte en un descanso merecido sino en una vorágine en la que hay que volver a casa con la misma rapidez con la que se salió.”
 

En lo referente al transporte no es sino ponerle cuidado a los noticieros y ver cuán congestionados aparecen  los aeropuertos o terminales de buses; el columnista de la revista antes referida,  visualiza  madrugadas, filas eternas, retrasos, esperas, congestión de  buses repletos, maletas,  taxis, y  pasajeros con grandes fardos como si nunca pretendieran regresar a casa.  De manera decepcionante el articulista remata así su experiencia: “Una semana después volví más cansado de lo que había salido.”


Incluso el autor del sombrío escrito va un poco más allá al anotar así sus impresiones sobre viajar en Semana Santa: “Llegan las vacaciones y la gente se vuelve loca: es capaz de meterse a una playa repleta y sucia y pagar por cerveza caliente. Duerme en carpa, se cambia en el carro, se baña a totumadas y se va de paseo con gente que ni conoce o, peor, con gente que le cae mal.”  Y eso sin contar todo el ajetreo que se genera a la hora del regreso a casa.
Debo subrayar que en lo personal mi visión no llega hasta ese extremo, pero de todas formas  indudablemente hay mucho de cierto en esas aseveraciones.  Yo lo veo de una forma más simple; en esta época se percibe más silencio en casa y en la ciudad. Aprovecha uno para descansar tranquilo y sin muchos gastos extras, y si por ahí decretan ley seca aún más. Entonces se abren las opciones para acercarse a la buena lectura, ver televisión, compartir con  la familia, u olvidarse por un momento del trabajo. El autor del artículo titulado “El placer de no salir en Semana Santa”, lo resume así: “Se puede uno quedar en la casa en paz, sin  que nadie lo espere a uno, nadie lo busca, nadie lo jode. Si hay algo más rico que quedarse un domingo en la cama, es quedarse un Domingo Santo”.


 En estos días considerados santos cuando uno se queda en su pueblo, se puede percatar de que el comercio funciona a media máquina; la mayoría de los establecimientos comerciales están cerrados, (quizá los dueños se fueron de viaje)  y los que se quedan, supongo que unos cierran por convicción y otros por guardar las apariencias. De todas formas esto le agrega más calma al ambiente y entonces uno se puede dar una vuelta por el parque y ver a un pintor callejero realizar sus obras, observar artesanías, o escuchar a un vendedor de arroz con leche decirle a otro que vende racimos de frutos de mamoncillos que: “Si no se ha confesado,  aún tiene tiempo de salvarse.” También puede darse el gusto con todo tipo de comestibles y golosinas tales como helados, algodón de azúcar, fritos y cosa rara, hasta tacos mexicanos. Recuerdo que de niño solía asociar la Semana Santa con el olor de los sahumerios, en la actualidad la asocio más con el aroma  a mazorcas asadas. 
 
Ahora bien, si usted es de los que les gusta viajar, perfecto. Cada uno se goza la vida a su manera. Yo les deseo que disfruten mucho y regresen sanos y salvos a sus hogares;  pero, si por una u otra razón, al igual que mi amig@ no pudo salir en esta Semana Santa, simplemente diga que se quedó descansando en casa y no se ponga a decir mentiras.

John Montilla

Esp.  En Procesos Lecto-escritores.