Por : John Montilla
En la oscuridad de la noche, súbitamente aparecieron en la vía
unos ojos luminosos que centellearon con la luz de las farolas de la camioneta
en que viajaba y aunque la imagen duro tan sólo unos breves segundos, alcance a
ver que se trataba de un animal conocido como “raposa” o zarigüeya; la criatura
que llevaba en su lomo a sus pequeñas crías estaba a punto de cruzar la
carretera, pero el conductor pese a la velocidad en que íbamos decidió hacer
una maniobra rápida e imprudente para atropellarla.
Inevitablemente, todos pudimos escuchar el golpe y los chillidos
de los animalitos al ser arrollados por el vehículo. La acción del conductor
había sido matemáticamente precisa: los agarró de lleno.
Indignado por el hecho le dije secamente al chofer: ¡Que no
había ninguna razón para hacer eso! –Me contesto de igual forma- ¡Ese animal es
una plaga y hay que acabarlo! Ante esta insolente respuesta opté por quedarme
callado; luego una de las pasajeras cortó el brusco silencio que se hizo en
nuestro entorno, se puso del lado de él y dijo. “Sí, ese animal es muy dañino,
el otro día en la finca se nos metió una al gallinero y nos mató varias
gallinas”.
Ante este respaldo el conductor agregó: “Lo mismo pasó en la
finca de mi suegro con unas raposas invasoras, los tenían tan azotados que casi
cada noche tenían que levantarse a vigilar el gallinero.” – luego contó que las
habían eliminado dejándoles de carnada una gallina envenenada- según decía – el
veneno resultó tan bueno, que los animales no habían alcanzado ni a correr ni
siquiera unos diez metros antes de morir. Y por lo que yo veía él había
decidido continuar aún con el exterminio.
De un momento a otro la conversación, dentro de la camioneta se
hizo en torno a estos particulares animales, otra de las pasajeras le dio por
decir: “Que un caldo de raposa sin sal es bueno para curar el acné y que su
carne tenía sabor a gallina”. Eso me hizo acordar de cierto conocido, que un
día me dijo que le habían conseguido un ejemplar y que tenía preparado un caldo
para que tomaran sus hijos, aunque obviamente no les iba a decir de que se
trataba, porque si no de seguro no se lo tomaban. (Pobres raposas, aparte de
que las utilizan, las desprecian), claro que el remedio parece que nos le
surtió efecto porque luego me contó que el problema persistía, quizá no le
dijeron cuantos “bichitos” debería sacrificar para acabar con tan molesta
“pesadilla juvenil”.
Pero que yo sepa el mito continúa para desgracia de estos pobres
animalitos.
También se me viene a la memoria, la vez que un par de estos animales
fueron descubiertos a pleno día en lo alto de unas palmas que producen un fruto
popularmente llamado canangucha y un osado muchacho había decidido
temerariamente subir a cazarlas; siempre lamenté no haber tenido una cámara a
mano para registrar la acción de esa épica cacería a machete en las alturas;
ambas fueron bravamente cazadas, digamos que contrario al insensible atropello
en carretera, la de los aires fue una muerte digna (si es que puede llamarse
así) y con el propósito de usarla como alimento y no simplemente con la mera
intención de exterminarlas o como mito regional de usarla para preparar una
“pócima anti acné”, cuyo brebaje a algunos les produce repulsión.
A todas estas, yo no había vuelto a
pronunciar absolutamente ninguna palabra sobre el incidente. Dentro del
automóvil los restantes pasajeros continuaban su charla sobre las raposas con
historias que lamentablemente no recuerdo; de repente se desató tremendo
aguacero y la conversación pasó al terreno del clima. En mis cavilaciones, pensaba
que la naturaleza lloraba por la pérdida de sus indefensos seres, y ahora
nuestra marcha nocturna continuaba acompañada de terribles relámpagos y
truenos.
¿De cómo terminó el viaje ?… Eso, ya es
tema para otra historia.
John Montilla
Esp. en Procesos lecto-escritores
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