Por. John Montilla
“Será mi sangre una tinta como pocas
y mi piel será el
papel que guardará mi memoria.” Anónimo
En la fiesta de pijamas
organizada para celebrar un cumpleaños entre primos hubo torta, jugos, risas, juegos, música,
alegría y los clásicos adornos de globos de colores, tiras de confeti, moños de papel seda, y
llamativos dibujos en el papel regalo, e igualmente todas esas cosas que los
niños en su inocencia pueden inventar; además también hacía parte de este
festivo ambiente las tiernas imágenes que
las ropas de noche de los niños llevaban estampadas: dulces ositos, alegres
payasos, niñas fresitas, delicados patitos, vistosos carritos, relucientes
estrellas, lunas sonrientes y toda una gama de dibujos tiernos que invitaban a
soñar y no a sufrir la pesadilla que estaba en camino de llegar.
La fiesta había terminado,
cuando de manera abrupta el cielo se
destapó y una tormenta de proporciones bíblicas había hecho temblar los
cimientos de la tierra. Los niños habían sido sacados de la calidez de las
sábanas y del confort de sus pijamas; tal vez hasta los payasos estampados se habrán
asustado, los ositos habrán sentido frío, y quizá por primera vez los patitos habrán sentido miedo del agua; y en cuestión de escasos minutos, este
frágil mundo infantil tuvo que enfrentarse
una de las más duras pruebas de sus vidas. La voz de la vecina que segundos
antes los había alertado, había sido despiadadamente apagada cuando un embate
de un incontrolable torrente la calló para siempre. Las primeras lágrimas de la
noche habían caído sobre los payasos, cuando los niños la vieron desaparecer en
sucios torbellinos de agua y lodo.
La palabra
avalancha se esparcía por todos lados con gritos de ansiedad y de terror.
Los niños se veían desesperados y
luciendo aún sus delicados trajes de dormir. Las lunas ya sin sonrisa y las niñas fresitas que ya habían perdido sus coloridos sombreros son
testigos de cómo la furia de las aguas rebosan la piscina en el patio trasero,
luego un impacto en la ventana rompe los cristales y una turbia ola los empuja contra las paredes, haciendo que
caigan los primeros ositos al agua, Batman que estaba en unos pantalones es el
primero en desaparecer. Angustiados y ayudándose entre ellos, logran salir y trepar al segundo piso
de la casa. Los patitos se niegan a ahogarse, pero la pesadilla aún
estaba en sus inicios, pues desde allí notan como la furia de las aguas y
piedras rompe la piscina y las paredes
de la casa; y luego se les viene la noche cuando se apagan todas las luces; las
estrellas de una camisa ya habían perdido su brillo con el barro y al instante la parte baja de la casa se
derrumba.
Por milésimas de segundo los niños se siente caer en un abismo, varios hombres araña también caen en picada, pero de milagro los aterrados muchachos se logran agarrar de algunas varillas, de manera increíble aún están todos completos. Un rayo de esperanza se esparce sobre ellos, cuando el chorro de luz enviado desde la cárcel municipal, les ilumina un cercano edificio alto, y con la ansiedad, propia de los náufragos, se dirigen hacia allá. Van con el agua ya casi hasta el cuello, y agarrándose entre ellos y sujetándose de lo que pueden, vagamente sienten que las frías y lodosas aguas, van arrancado los vistosos carritos, los patitos hace ratos que se ahogaron, y algunas niñas fresitas aun se resisten a caer.
La marcha
hacía el edificio que parece la salvación se hace eterna a pesar de que el
recorrido se hace en pocos y vitales minutos. El agua, las ramas y todo tipo de
objetos van arrancando todos los ositos;
las estrellas hace ratos que se han apagado para siempre y algunas frágiles florecillas
de múltiples colores también se han ido con el barro. Hasta parte de la piel se
ha ido quedando en el trayecto; la lodosa agua se tiñe con sangre. Pese a todo, la primera parte de la hazaña se ha
conseguido; logran llegar al edificio, aunque en el camino se ha quedado todo: ya no están los osos llenos de ternura, ni los alegres
payasos, ni patitos, ni nada, todo se
perdió en la noche: Niños y adultos estaban completamente desnudos e
impregnados de barro de pies a cabeza.
El manto de
la noche, junto con la niebla de terror que los acompañaba, les impide
percatarse de ello; no había tiempo para el pudor, el miedo estaba por encima
de sus límites. El pánico hace mella, todos están llorando; un niño pregunta
desesperado a su madre: ¿Aquí vamos a morir?, y un “sí mijo, aquí vamos a morir”
es la brutal respuesta. Alguien envía unos desesperados y dolorosos mensajes
de despedida a la familia; el edificio estaba que colapsaba.
De pronto
en medio de la tensión y entre el
confuso abrazo de pieles, una voz femenina adulta se levanta y ruega con angustia: ¡Oren, oren por favor! No es necesario que lo repita,
todos lo están haciendo. Entonces a uno de los niños quizá movido por los
nervios le da por cantar en voz alta: “Si tuvieras fe como un granito de
mostaza.” Y de pronto emerge un sublime
coro, todos los allí reunidos, desnudos, pero cubiertos con la dulce y firme
voz del niño y casi que en un estado de pureza celestial, acompañan el canto del menor. Todos a una voz
seguían el ritmo, se había formado una iglesia en la que cantaban creyentes y
no creyentes. Mientras afuera seguía desatándose el infierno más frío de nuestra historia.
Luego en
ese estado de éxtasis colectivo a una
niña le da por improvisar los siguientes versos:
“Si tuvieras
fe como un granito de mostaza
Eso lo dice
Dios.
Tú le
dirías a las aguas… váyanse, váyanse, váyanse.
Tú le dirías a la tormenta …cálmate, cálmate, cálmate.”
Entonces,
dice la niña de doce años que me narró esta historia, que todo se calmó y que la
muchedumbre allí refugiada y arropada con el manto de la esperanza, sintió que
la vida les había dado otra oportunidad. La noche sin pijamas había terminado,
pero la pesadilla que iban a encontrar al salir del edificio aún continuaba
Texto. John Montilla
Fotografías: Silvio López
Derechos Reservados: jmontideas.blogspot.com
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