sábado, 13 de mayo de 2017

Una gota de agua en el “colador”

Por. John Montilla

                                                                          “Lo que sabemos es una gota de agua;
                                                                          Lo que ignoramos es el océano.”  Newton

Gracias a Brenda por  permitirnos narrar este episodio de la tragedia de Mocoa (31- III- 2017)

                                                                        ***


 “Esa noche como todas, mi mamá se había tomado las pastillas para poder dormir; de haber sabido la pesadilla que horas después se vendría, no le hubiéramos hecho tomar ni una sola en toda esa semana. Pero, como nadie sospechaba nada; ella como siempre había tomado su dosis a eso de la ocho y media, que es la hora habitual cuando ella se acuesta. En mi casa somos como las gallinas, nos gusta acostarnos temprano, y además le seguimos el consejo a la  abuela que dice: “No trasnochen mucho, que eso envejece”.  Pero con lo vivido esa noche, no hubiéramos podido dormir, ni aunque nos hubiéramos tomado cada uno frasco entero de píldoras.  

A todas estas, mi madre ya dormía plácidamente, no había nada que hacer, las benditas pastillas, parecía que habían hecho su efecto, más que cualquier  otro día. Daba envidia verla dormir. Yo siempre acostumbro a leer  un poco como signo de cuidar su sueño. La noche estaba muy fresca, y ya se sentía una brisa helada, la lluvia era inminente, y como le tengo pavor a los truenos y relámpagos, me dispuse a dormir junto a ella. Al rato de acostarme sentí que caía un tremendo aguacero, el crepitar de las gotas  era muy fuerte, y el concierto de  estruendos semejaba una pelea de gatos sobre el tejado de la casa. Se escuchaba el golpe  de los chorros de agua al caer en la calle  y la noche que invitaba a quedarse envuelto entre las cobijas comenzó a volverse un problema.

El primer inconveniente empezó cuando escuché una  gota continua de agua que caía dentro de la casa; se sentía que caía sobre un objeto y hacía un ruido molesto. No soporto ningún tipo de sonido al dormir, así que me levanté  a ver que pasaba. Prendí las luces y descubrí que lo que  perturbaba mi sueño era  una gotera cayendo sobre un objeto  plástico que alguien había dejado abandonado en el piso. Eso era fácil de resolver simplemente se ponía un tarro para que recoja la gotera y punto; el problema fue que descubrí que estaba cayendo más agua adentro que afuera: ¡ La casa estaba prácticamente convertida en un colador !

Así que con resignación fui a la cocina y agarré cuanto pertrecho tenía la abuela allí: ollas pequeñas, ollas grandes, tarros, baldes, cubos, recipientes, cacerolas, jarras, vasijas, vasos y todo cuanto pudiera contener agua; de haber tenido habría colocado hasta tapas de gaseosa. En medio de la noche yo me veía como “la loca de los tarros”, poniendo cuanta cosa tenía alrededor de la casa, incluidos pisos, mesas y hasta armarios;  así que cuando consideré que ya había hecho lo suficiente me fui a acostar de nuevo. Mi madre dormía ajena a la situación, mientras yo había estado  tratando de detener lo imposible; cuán lejos estaba de imaginar que ni siquiera todas las ollas de mundo podrían contener el torrente que se iba a venir encima de nuestro pueblo.

La lluvia arreciaba. Ya de nuevo entre las sábanas pensé que no tenía por qué molestarme otra vez, pero algo me decía que la cosa no iba a ser tan fácil, pues no tenía ni una gota de sueño, y ahora estaba escuchando un desentonado concierto de  goteras caer sobre los recipientes y observando a mi mamá dormir como nunca la había visto. Pero la situación se puso color de hormiga cuando el agua empezó a caer en mi rostro, así que no tuve más remedio que despertar a mi madre para pedirle que me ayudara a correr la cama. En medio de su marasmo, ella me ayudó a moverla; vagamente miró a algunos de los cacharros que yo tenía regados en el cuarto, pero no dijo nada. Es más sólo atinó a decir que pusiera otra olla en una esquina que hacía falta, pero yo no hice caso, ya estaba jarta de andar cargando trastos a esa hora; así que nos acostamos otra vez, pero el agua insistía en levantarnos; así que tuvimos que terminar de mover la cama, estando en esas empezamos a escuchar las primeras voces de alarma en la calle.  




Eran ya más de las once de la noche, y se oía a mucha gente afuera. Entonces abrimos la puerta y parecía que el cielo se iba a caer de tanta lluvia. Vimos que unos niños gritaban, salían de una zona popularmente llamada Calle China -supuestamente apodada así porque vivía mucha gente en esas casas-  Nosotras ofrecimos auxiliarlos y quisimos entrarlos a la casa para que se escamparan del diluvio, pero una vecina alarmada nos grito: “ ¿Qué hacen? ¡Corran que el río se está desbordando !

Por tanto muy a nuestro pesar tuvimos que sacar los niños a la calle otra vez, y entonces sentimos que los nervios se estaban convirtiendo en otro enemigo; no sabíamos que hacer, ni a quien llamar, y como nuestra casa está entre las últimas de la cuadra, empezamos a golpear puertas como locos, y a gritar para que toda la gente se acabara de despertar. El efecto de las pastillas de mi madre se había ido al carajo. Ahora estaba más despierta que nunca en su vida.

Al entrar de nuevo en la casa, ya empapadas por el aguacero, vimos que la abuela, se había arrodillado a rezar en el  altar que tenemos en la sala; mientras apresuradamente nos poníamos “ropa de combate” le instábamos a que también se alistara para salir, en un principio ella se negó, pero luego casi que la obligamos a que se vistiera. (Nunca olvidaré las palabras de mi abuela esa noche cuando la tragedia estaba cayendo sobre Mocoa:  “Señor aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor”). Estábamos en una lucha contra reloj, contra el agua que ya se veía correr por todas partes. Y luego cuando a toda carrera nos alejábamos del peligro recordé que mi padre vivía en el otro extremo de la ciudad en una zona con  más riesgo que la nuestra.

Así que con ansiedad empecé  a llamar  a su celular, pero él no contestaba. Me imaginaba lo peor. Le marqué una vez, dos veces y nada, la única respuesta que obtenía era la mecánica voz de una mujer que me decía: “sistema correo de voz”, casi al borde del llanto pensaba que si el río acá ya se salió del cauce, que sería de mi papá que vivía más cerca de él. A pesar de que hace tiempo no hablaba con él, sentía por instantes que el corazón me quería dejar de latir; hasta que por fin  a la tercera llamada me contestó. Mi padre vivía en San Fernando, uno de los barrios que fue arrasado por la avalancha de esa noche.

Él había estado durmiendo cuando lo llamé, así que se despertó tranquilo, ni siquiera sabía que estaba lloviendo y me responde: “Ya hija, ya voy a ver que pasa, no se preocupe”. Pero yo le insistía con vehemencia: “Que por amor a Dios saliera de la casa”. Ante tanta insistencia mía, el accedió a mi petición, sin siquiera imaginarse lo que se iba a encontrar: Lo primero que hizo fue sacar a mi hermana, junto con una vecina, y luego  se topó con  un vecino que le pidió el favor de dejarle guardar la moto, con lo que perdió minutos valiosos, pues estando en esas fue sorprendido por el  torrente que lo agarró  y  no supo en qué momento se vio dando vueltas en un torbellino  de  fangosas aguas que lo arrastraron varios  metros;  el luchó con todas sus fuerza por sobrevivir, y por fortuna en medio de su desespero,  fue visto por un agente de policía que no dudó en acudir en su auxilio y le tendió una mano salvadora que le salvó la vida a mi padre.

Al otro día de sucedida la catástrofe mi papá llegó a mi casa bañado en lágrimas a agradecerme por haberlo salvado; al ver sus golpes y sus heridas tampoco  pude contener mis lágrimas de emoción reprimidas. La tragedia de Mocoa me ha permitido de nuevo acercarme un poco más a mi padre y entonces pienso todavía con los ojos aguados que debo darle gracias también a esa gota de agua en el “colador” que impidió que me durmiera esa fatídica noche ”.


John Montilla. Narración y fotografías.


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