Por. John Montilla
“Lo que sabemos es una gota
de agua;
Lo que ignoramos es el
océano.” Newton
Gracias a Brenda por permitirnos narrar este episodio de la
tragedia de Mocoa (31- III- 2017)
***
“Esa noche como todas, mi mamá se había tomado
las pastillas para poder dormir; de haber sabido la pesadilla que horas después
se vendría, no le hubiéramos hecho tomar ni una sola en toda esa semana. Pero,
como nadie sospechaba nada; ella como siempre había tomado su dosis a eso de la
ocho y media, que es la hora habitual cuando ella se acuesta. En mi casa somos
como las gallinas, nos gusta acostarnos temprano, y además le seguimos el
consejo a la abuela que dice: “No
trasnochen mucho, que eso envejece”. Pero
con lo vivido esa noche, no hubiéramos podido dormir, ni aunque nos hubiéramos
tomado cada uno frasco entero de píldoras.
A todas estas, mi madre ya
dormía plácidamente, no había nada que hacer, las benditas pastillas, parecía
que habían hecho su efecto, más que cualquier
otro día. Daba envidia verla dormir. Yo siempre acostumbro a leer un poco como signo de cuidar su sueño. La
noche estaba muy fresca, y ya se sentía una brisa helada, la lluvia era
inminente, y como le tengo pavor a los truenos y relámpagos, me dispuse a
dormir junto a ella. Al rato de acostarme sentí que caía un tremendo aguacero, el
crepitar de las gotas era muy fuerte, y
el concierto de estruendos semejaba una
pelea de gatos sobre el tejado de la casa. Se escuchaba el golpe de los chorros de agua al caer en la calle y la noche que invitaba a quedarse envuelto
entre las cobijas comenzó a volverse un problema.
El primer inconveniente
empezó cuando escuché una gota continua
de agua que caía dentro de la casa; se sentía que caía sobre un objeto y hacía
un ruido molesto. No soporto ningún tipo de sonido al dormir, así que me
levanté a ver que pasaba. Prendí las
luces y descubrí que lo que perturbaba
mi sueño era una gotera cayendo sobre un
objeto plástico que alguien había dejado
abandonado en el piso. Eso era fácil de resolver simplemente se ponía un tarro
para que recoja la gotera y punto; el problema fue que descubrí que estaba
cayendo más agua adentro que afuera: ¡ La casa estaba prácticamente convertida
en un colador !
Así que con resignación fui
a la cocina y agarré cuanto pertrecho tenía la abuela allí: ollas pequeñas,
ollas grandes, tarros, baldes, cubos, recipientes, cacerolas, jarras, vasijas,
vasos y todo cuanto pudiera contener agua; de haber tenido habría colocado
hasta tapas de gaseosa. En medio de la noche yo me veía como “la loca de los
tarros”, poniendo cuanta cosa tenía alrededor de la casa, incluidos pisos,
mesas y hasta armarios; así que cuando
consideré que ya había hecho lo suficiente me fui a acostar de nuevo. Mi madre
dormía ajena a la situación, mientras yo había estado tratando de detener lo imposible; cuán lejos
estaba de imaginar que ni siquiera todas las ollas de mundo podrían contener el
torrente que se iba a venir encima de nuestro pueblo.
La lluvia arreciaba. Ya de
nuevo entre las sábanas pensé que no tenía por qué molestarme otra vez, pero
algo me decía que la cosa no iba a ser tan fácil, pues no tenía ni una gota de
sueño, y ahora estaba escuchando un desentonado concierto de goteras caer sobre los recipientes y observando
a mi mamá dormir como nunca la había visto. Pero la situación se puso color de
hormiga cuando el agua empezó a caer en mi rostro, así que no tuve más remedio
que despertar a mi madre para pedirle que me ayudara a correr la cama. En medio
de su marasmo, ella me ayudó a moverla; vagamente miró a algunos de los
cacharros que yo tenía regados en el cuarto, pero no dijo nada. Es más sólo
atinó a decir que pusiera otra olla en una esquina que hacía falta, pero yo no
hice caso, ya estaba jarta de andar cargando trastos a esa hora; así que nos
acostamos otra vez, pero el agua insistía en levantarnos; así que tuvimos que
terminar de mover la cama, estando en esas empezamos a escuchar las primeras
voces de alarma en la calle.
Eran ya más de las once de
la noche, y se oía a mucha gente afuera. Entonces abrimos la puerta y parecía
que el cielo se iba a caer de tanta lluvia. Vimos que unos niños gritaban,
salían de una zona popularmente llamada Calle China -supuestamente apodada así
porque vivía mucha gente en esas casas-
Nosotras ofrecimos auxiliarlos y quisimos entrarlos a la casa para que
se escamparan del diluvio, pero una vecina alarmada nos grito: “ ¿Qué hacen? ¡Corran
que el río se está desbordando !
Por tanto muy a nuestro
pesar tuvimos que sacar los niños a la calle otra vez, y entonces sentimos que
los nervios se estaban convirtiendo en otro enemigo; no sabíamos que hacer, ni
a quien llamar, y como nuestra casa está entre las últimas de la cuadra,
empezamos a golpear puertas como locos, y a gritar para que toda la gente se
acabara de despertar. El efecto de las pastillas de mi madre se había ido al
carajo. Ahora estaba más despierta que nunca en su vida.
Al entrar de nuevo en la
casa, ya empapadas por el aguacero, vimos que la abuela, se había arrodillado a
rezar en el altar que tenemos en la
sala; mientras apresuradamente nos poníamos “ropa de combate” le instábamos a
que también se alistara para salir, en un principio ella se negó, pero luego
casi que la obligamos a que se vistiera. (Nunca olvidaré las palabras de mi
abuela esa noche cuando la tragedia estaba cayendo sobre Mocoa: “Señor aplaca tu ira, tu justicia y tu
rigor”). Estábamos en una lucha contra reloj, contra el agua que ya se veía
correr por todas partes. Y luego cuando a toda carrera nos alejábamos del
peligro recordé que mi padre vivía en el otro extremo de la ciudad en una zona
con más riesgo que la nuestra.
Así que con ansiedad
empecé a llamar a su celular, pero él no contestaba. Me
imaginaba lo peor. Le marqué una vez, dos veces y nada, la única respuesta que
obtenía era la mecánica voz de una mujer que me decía: “sistema correo de voz”,
casi al borde del llanto pensaba que si el río acá ya se salió del cauce, que
sería de mi papá que vivía más cerca de él. A pesar de que hace tiempo no
hablaba con él, sentía por instantes que el corazón me quería dejar de latir;
hasta que por fin a la tercera llamada
me contestó. Mi padre vivía en San Fernando, uno de los barrios que fue
arrasado por la avalancha de esa noche.
Él había estado durmiendo
cuando lo llamé, así que se despertó tranquilo, ni siquiera sabía que estaba
lloviendo y me responde: “Ya hija, ya voy a ver que pasa, no se preocupe”. Pero
yo le insistía con vehemencia: “Que por amor a Dios saliera de la casa”. Ante
tanta insistencia mía, el accedió a mi petición, sin siquiera imaginarse lo que
se iba a encontrar: Lo primero que hizo fue sacar a mi hermana, junto con una
vecina, y luego se topó con un vecino que le pidió el favor de dejarle
guardar la moto, con lo que perdió minutos valiosos, pues estando en esas fue sorprendido
por el torrente que lo agarró y no
supo en qué momento se vio dando vueltas en un torbellino de fangosas
aguas que lo arrastraron varios metros; el luchó con todas sus fuerza por sobrevivir,
y por fortuna en medio de su desespero, fue visto por un agente de policía que no dudó
en acudir en su auxilio y le tendió una mano salvadora que le salvó la vida a
mi padre.
Al otro día de sucedida la
catástrofe mi papá llegó a mi casa bañado en lágrimas a agradecerme por haberlo
salvado; al ver sus golpes y sus heridas tampoco pude contener mis lágrimas de emoción
reprimidas. La tragedia de Mocoa me ha permitido de nuevo acercarme un poco más
a mi padre y entonces pienso todavía con los ojos aguados que debo darle
gracias también a esa gota de agua en el “colador” que impidió que me durmiera
esa fatídica noche ”.
John Montilla. Narración y
fotografías.
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