Por: John Montilla
“Cállate vos, … caballo”
escuché que le dijo una estudiante a un compañero que la estaba molestando. Se lo dijo con tanta
precisión y con una armonía tan especial
en la entonación, que por primera vez en la vida me hizo encontrarle un sentido
poético a la palabra “caballo”. El viaje cadencioso de esa palabra me sonó como
el suave trote de un caballo sobre un viejo puente de madera en un paraje
solitario. El vocablo cabalgó durante bastante tiempo en mis oídos hasta llegar
a dar origen al nombre de un premio; he aquí la historia:
Empiezo diciendo que este pequeño episodio sucedió hace
unos años, mientras yo estaba sentado cómodamente en una banca de madera a la
sombra de un fresco y frondoso árbol de pomorroso. No voy a entrar a explicar
la connotación que entre estudiantes
tiene este tipo de actos, ya que no es el propósito de este escrito; pero de
forma breve anoto que como docente no me está permitido pasar por alto este
tipo de situaciones, por tanto les llamé la atención como es debido a ambos,
escuché sus razones e hice las indicaciones pertinentes del caso.
Ellos parece que al fin de cuentas olvidaron el asunto,
pero yo no olvidé la cadencia de la palabra caballo cuando ella la pronunció;
tanto así que pensando en la sonoridad del vocablo me puse a revisar diversa literatura e
historia sobre este noble animal, fue
así como entre esas búsquedas me encontré este hermoso verso de una
antigua leyenda árabe: “…y Dios tomó un
puñado de viento del sur;… sopló su aliento sobre él y creo el caballo”.
La susodicha palabra cual potrillo inquieto me llevo a
deambular por diversos textos en los que pude recordar algunos de los más
famosos equinos de la historia; pues
según dicen algunos estudiosos, la
historia de la humanidad es también la historia del caballo, y tampoco faltan quienes
lo consideran el animal más bello de la creación y el que, sin duda, prestó más
y mejores servicios al hombre, esto lo demuestra cualquier pasaje o cualquier
página de cualquier año y cualquier siglo de nuestra historia.
Alguien
refiere que el gran poeta Nicaragüense
Rubén Darío decía que "No se
concibe a Alejandro Magno sin "Bucéfalo"; al Cid campeador, sin
"Babieca"; ni puede haber … Quijote sin "Rocinante", ni
poeta sin "Pegaso". A esto le agrego
que quizá no habría patria sin Palomo, el caballo de Simón Bolívar. Pero
si hay uno, que siempre me ha llamado la atención, es el famoso Incitatus, el
caballo que el emperador romano Calígula nombró como cónsul en su imperio.
Mis pesquisas en pos de los caballos me llevaron a un
escrito fabulesco en el que varios notables equinos dialogan, y cuando le toca el turno al famoso Incitatus, este se queja de que a él, no lo nombraron para
honrarlo, sino para decirle a los
cónsules humanos que eran de su misma especie; en otras palabras, todos los cónsules del imperio eran
unos grandísimos caballos. (Al escribir esto no puedo dejar de pensar en
ciertos honorables y caballerosos padres de nuestra patria).
Fue así, como cierto día, pensando en Caligula y su
caballo; y meditando sobre quién de los dos fue el más bestia; se me ocurrió la
extravagante idea de crear el “Premio
Caballo”, el cual se originó de
este interrogante: ¿Por qué no otorgar un premio a una burrada notable(o un
hecho caballuno), y darle un
galardón a la persona que tuviera el
carácter y el valor civil de reconocer su errores? Y entonces eché a galopar mi
ocurrencia que luego se desarrolló así:
En primer lugar diseñé una urna de cartón con la forma de
la cabeza de un caballo y les dije a mis estudiantes que de manera voluntaria escribieran todas las
metidas de pata, errores, maldades y travesuras que recordaran haber cometido
en su vida escolar, les dije que el nombre era opcional, pero que si no lo
escribían no tenían la posibilidad de
ganar el obsequio que había prometido a aquellos que fueran sinceros consigo
mismo y que depositaran su confesión en
esa caballuna urna dispuesta para tal fin. Además a aquellos que participaron
de manera anónima los inscribí en una
lista de la cual hice un sorteo para
sacar un segundo ganador.
Durante el proceso de esta actividad lúdico creativa les
di mi palabra que no iba a leer el contenido de lo allí escrito, pues esa no
era la intención; ya que el propósito
final era motivar una reflexión sobre los errores cometidos. Les dije que cuando terminara el tiempo
estipulado para la actividad iba a tomar al azar uno de los papeles escritos y
que ese si lo iba a leer de manera confidencial, entre otras para saber el
nombre de quien escribió y luego la urna con todo su contenido restante al
final sería arrojado al fuego con algunos de ellos como testigos.
Hoy se me ocurre pensar, que hubiera sido interesante
poder descubrir esos secretos confesados libremente, ya que en una de la dos
ocasiones en que realice esta caballuna actividad, recuerdo que salió
seleccionado un escrito, en el que un
estudiante decía que su burrada (o caballada) había sido destruir de manera
adrede uno de los controles del televisor de la sala de audiovisuales, y hubo
otro que manifestó que había invertido las teclas de los números del teclado.
Tampoco podía faltar la clásica travesura
de dejar encerrado en el baño a un compañero.
Es posible que en ese entonces me haya estado equivocando
en esa descabellada (o des-caballada)
propuesta, porque de una u otra manera alcance a percibir que estaba generando
cierto impacto, esto lo pude comprobar cuando de vez en cuando escuchaba a
alguno decirle a otro: “Con eso que has hecho podrías ganarte el Premio
Caballo”; que entre otras, la no muy honrosa distinción consistía en ganarse un regalo que yo compraba con mis
propios recursos. Debo subrayar que tal actividad tuvo en términos generales un
balance más positivo que negativo, ya que lograr que alguien admita sus errores
y esté dispuesto a corregir, es algo que
de por si vale la pena intentar.
El caso es que la
idea dejó de galopar cuando me resultó la oportunidad de trasladarme a otro
colegio, y ya prácticamente había olvidado esa jocosa actividad, pero
recientemente se presentó un hecho no muy inteligente a nivel nacional, que me
hizo recordar esa caballuna distinción. Y esto sucedió a raíz del fallecimiento
de Gabriel García Márquez; cuando una honorable e ilustrísima representante a
la cámara, tacó burro al “mandar al infierno” a nuestro Premio Nobel; entonces
me dije: He aquí una perfecta candidata para el Premio Caballo.
La señora antes mencionada cuyo apellido Cabal, es desde
el punto de vista fonético muy acorde
con el nombre de mi Premio Caballo; esa sonoridad me trae a la mente una recua
de palabras: “cabalgar, cabalgata,
cabalgadura y caballo”; el premio le
vendría no como anillo al dedo, sino como herradura para un caballo. Sin lugar
a dudas sería una gran nominada con muchas opciones para adjudicarse el galardón de las metidas
de pata; (esta vez no incluiría regalo), la elección no sería muy difícil, al
fin y al cabo como reza un viejo dicho: “A los caballos blancos y a los
pendejos, se los distinguen desde lejos”.
John Montilla.
Esp. En procesos lecto-escritores
Imágenes tomadas de internet
No hay comentarios:
Publicar un comentario