sábado, 2 de noviembre de 2024

LILA

Por. John Montilla

Un anciano con un antiguo reloj descompuesto fue quien madrugó por error ese increíble domingo, y por eso fue el primero en percatarse del “fenómeno lila”: El árbol milenario, ubicado en la esquina de la plaza del pueblo y que durante décadas había estado dormido, esa mañana se había despertado con una increíble explosión de flores en un tono lila y cuyos pétalos desperdigados por doquier ayudados por el viento  matinal habían tapizado y teñido con un tinte crepuscular violáceo absolutamente  a cuanto objeto tocaron al caer.

Los feligreses que se apresuraban a la iglesia y los trasnochados que pasaban por la plaza al rayar el día, de pronto se vieron envueltos en una especie de niebla tierna que los arropaba sin asfixiarlos. El color lila era tan delicado que lo sintieron en la yema de los dedos y en la punta de sus lenguas y sus narices, más que verlo, podían casi que olerlo, palparlo, paladearlo.  Una especie de suave algodón de azúcar sin dulce se percibía en el ambiente. Lo encontraron impregnado en cada esquina, en cada puerta, en cada ventana, en cada objeto circundante. El lila era un tono que resonaba en el eco silencioso de un sueño que nadie recordaba haber tenido.

Las mujeres del pueblo notaron que, al caminar por las calles, el aroma y el tono lila les envolvía los sentidos y los vestidos, y que incluso sus cabellos también habían tomado el color de ese mágico crepúsculo. Los hombres, por su parte, sintieron que sus palabras sabían a nostalgia. Al hablar sus voces dejaban en el aire un rastro melancólico que rememoraba tiempos antiguos en los que vieron florecer arboles de varios colores en montañas y bosques que ahora quedaban en sus recuerdos.

Pronto, el lila comenzó a trepar por las paredes de la iglesia, edificios y casas vecinas, se filtró en los sueños de los niños, pintó de un hálito de ternura los días, y en las noches los gatos ya no se veían pardos, sino de un tenue morado. Las hojas que el viento descolgaba de los arboles caían dibujando serpentinas violetas en el aire. Los pobladores que al principio lo habían recibido con una mezcla de fascinación y desconcierto habían terminado por acostumbrarse al fenómeno y a tomarse ciento y miles de fotografías al pie del árbol que parecía no iba a terminar nunca de bañar al pueblo con sus flores.  Los niños nadaban entre las flores y las mujeres las agarraban a puñados y las echaban al aire para bañarse en una apacible lluvia de color crepuscular. 

Fue entonces, cuando en otro amanecer apareció en el pueblo un anciano, ya casi centenario, con los ojos del color del atardecer y quien al llegar a la plaza y sumergirse en el tono lila, sentenció en pocas palabras que ese color que nos invadía era una señal en la que el pasado nos estaba llamando, luego envuelto en un aura lila, ingreso a la iglesia y se sentó tranquilamente en la última banca, afuera en la esquina, del árbol mágico seguían desprendiéndose las flores.

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John Montilla (23-X-2024)

Fotografía 1 Facebook: Soy Putumayense.

Imagen 2. Acuarela de Mauricio Morales. Facebook

Historias: jmontideas.blogspot.com

sábado, 7 de septiembre de 2024

EL VIAJE POR MIS CHIROS

 Por. John Montilla

 Un simple recorrido, para ir a rescatar unos “chiros” que había comprado en el mercado se convirtió en un viaje de la memoria por las calles y su gente.

 Cuatro horas después, me percaté del olvido de mis “chiros. Recordaba haberlos dejado en una silla que estaba allí, mientras acomodaba una bolsa en la que llevaba unas papas, dos mangos y una papaya, me concentré en organizar mi compra de manera que no se estropearan las frutas, por eso me distraje y no recogí el gajo de “mini bananos” que acababa de pagar.

 Por eso, cuando quise comerme uno y no los encontré, emprendí “el viaje por mis chiros” con la esperanza de recuperarlos. La tarde presagiaba lluvia, pero aun así decidí salir. Lo primero que vi fue a mi octogenaria vecina que vive al frente de mi casa, como casi cada día desde hace varios años, resolviendo sopas de letras en revistas que sus hijos le compran, estoy seguro que debe ser una experta resolviendo esos pasatiempos; antes tenía una especie de club de jugar parqués, pero prácticamente todos sus jugadores de antaño ya fallecieron; incluido mi padre.  Pasos más arriba frente a la casa de mi madre veo a mi vecino el “radio técnico”, sentado en su mesa de trabajo. Él además es músico aficionado desde tiempos inmemoriables y en los diciembres nos alegra las noches cuando se pone a ensayar música campesina con su grupo.

A él, la noche del desastre en nuestro pueblo, vi que agarraba un sofá que venía bajando por la calle y lo atravesó en la puerta en un vano intento por evitar que las aguas entraran a su casa. Esa noche de pesadilla de un momento a otro la calle se lleno de todo tipo de cachivaches que naufragaban en lodosas aguas. Recuerdo que por el mismo portón por el que a veces aparecía a latirme un agresivo perro ciego, salía esa noche un tremendo torrente que escupía todos los objetos que agarraba dentro de la vivienda. La calle de tantos años felices daba miedo esa noche.  Luego, paso por frente de la casa del sargento, él también ya se marchó de este mundo, no apuntaré nada sobre él, porque ese “sargento si tiene quien le escriba”. A mi mano derecha quedaba la sastrería “el pollo”, a su propietario quien tuvo la desgracia de caer en el pozo de las drogas le tengo el borrador y el título de su historia: “El pollo que salió de la olla.” Pues el hombre está en un exitoso proceso de rehabilitación

Llego a la esquina y no puedo evitar acordarme de don Guillermo, un hombre que durante varios años alegró el barrio construyendo casetas decembrinas en las que nuestros mayores gozaron bailes inolvidables; a él lo mataron justo cuando celebraba el día del padre en su casa. Más allá veo la ventana de la que se agarraba desesperado y casi al borde de la locura un vecino durante el encierro de la cuarentena. Nunca lo vi, pero alcanzo a imaginarlo agarrado de los hierros y gritando blasfemias y palabras soeces contra todo el mundo.

Paso por la “casa de los parrandas”, ahora es un taller y tienda de artesanías de un amigo de toda la vida, recuerdo que de niños a veces solíamos jugar allí con los instrumentos musicales que dejaba su padre, su tío y todo el combo; como nunca pude encontrar mi vena musical, nunca aprendí a tocar ningún instrumento. Pasos más allá veo el callejón en el que fue asesinado don Guillermo. Los testigos afirmaron que él salió corriendo de su casa detrás de alguien, y se metió al callejón, dicen que regresó a los pocos segundos tambaleándose y agarrándose el pecho, pensaban que estaba borracho, pero no, una simple puñalada fue suficiente para quitarle la vida. El baile de ese día del padre, se convirtió en un funeral. El callejón es inocente, el guarda aún algunos grafitis, y sobre todo guarda secretos de amores inocentes de antaño. En otros tiempos olía a limón. Las ramas de un árbol caían al callejón, el árbol ya no existe, su dueña tampoco.

Más allá veo la humilde casa de quien en vida llamamos doña Chavita, cuan felices fuimos algunos allí, pues ella solía alquilarnos revistas de historietas, allí leíamos las aventuras de Kaliman, Arandú, Águila Solitaria, Tamakún y muchas otras. Ella fue una persona discapacitada, su esposo quien trabajaba cargando y descargando bultos en el mercado o donde lo requirieran, era quien compraba las revistas, él sabía marcarlas usando una especie de gran tornillo hueco y con filo y de un sólo martillazo las perforaba. Las revistas que tenían ese agujero de lado a lado pertenecían a su casa.

Nosotros a cambio de monedas teníamos el placer de acceder a la lectura, y cuando no teníamos dinero nos íbamos a pescar a las quebradas cercanas, y luego hacíamos el trueque de lectura por peces. Pocos comprenderán la felicidad que había en ello. Por aquellos años las aguas eran más claras y llenas de peces, ahora ya no hay peces ni aguas limpias. Doña Chavita y su esposo, hace varios años se marcharon de este mundo. Por ahí tengo en mis archivos una fotografía de un 31 de diciembre con ella, espero publicarla un día de estos junto con algunas de mis memorias.

 Llego a la tienda de la esquina y recuerdo a nuestro vecino que no hace mucho falleció, era fabricante de bloques de cemento, algunos le decían “taca-taca”, quizás por el ejercicio y onomatopeya que se hace al fabricar los bloques, hay que tacarlos para que den consistencia en la formaleta. En el terreno plano en que está ubicado su local, hace varios años era una loma en la que de niños jugábamos a indios y vaqueros, construíamos chozas y era un punto para elevar cometas, y desde el cual se podía observar los techos de las casas y de los árboles que estaban dando frutos en algunos de los solares de los vecinos. Pero nada queda ya de eso. Un día apareció una gran máquina amarilla y barrió con la loma de los juegos. Antes solíamos cruzar la quebrada que por allí discurre, saltando por entre las piedras, o cruzando por un tronco atravesado de lado a lado. Ahora hay un pequeño puente de cemento, que se construyó en principio con trabajo comunitario para que nosotros cuando éramos estudiantes pudiéramos asistir sin peligro de caernos en las aguas. Desde el antiguo camino de barro por el que íbamos al colegio -ahora ya vía pavimentada - hace varios años vi pasar por la pequeña cuesta que lleva a la villa olímpica en la parte de atrás de una camioneta, y saludando con gestos de su mano al candidato presidencial Luis Carlos Galán, -en esos tiempos no teníamos con que registrar ese histórico momento- meses después él sería vilmente asesinado en Soacha. Me quedó pensando en que cerca al colegio en el que estudié y el que ahora trabajo, hay unos árboles de guayaba, cuyas frutas a veces se echan a perder por falta de comensales, cosa que me sorprende, habiendo tantos muchachos por los alrededores, nosotros no reparábamos en perros ni alambradas e íbamos por las frutas. Así como en este viaje de la memoria voy por mis frutas olvidadas en el mercado.

 Cuando llegué allá, me dijo la anciana que me había vendido los “chiros”: “Yo se los guardé, pensé que no iba a venir por ellos.” Le agradecí, y le dije que de alguna manera me alegraba de ello, porque me había visto obligado a hacer “el viaje por mis chiros.” que decidí convertir en un recorrido nostálgico lleno de recuerdos por las calles que tantas veces he caminado.

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John Montilla (9-VII-2024)

Relatos de mis memorias

Imagen: Leonardo AI generated

historias: jmontideas.blogspot.com

POR LAS BARBAS DE MI ABUELO

 Por. John Montilla

“Mi abuelo no fue a la escuela y yo apenas estoy empezando, tengo siete años y creo que mi vida cabe como diez veces en la de mi abuelo, lo sé porque ya estoy aprendiendo a multiplicar.” (Tomás Caballero. México) 

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Quizás tendría siete, diez, once o una docena de años vividos, cuando solía observar con curiosidad el ritual para afeitarse de mi abuelo. Sólo en su casa, en la finca podía uno verlo en camisilla blanca y con unos pantalones de campo con originales parches con los diseños y colorido de las telas de otros tiempos. La nostalgia ahora me hace verlos hermosos en mi memoria. Es una pena no tener ni una foto de esos pantalones con esos parches. Mi abuelo colgaba un pequeño espejo de un clavo que había en uno de los pilotes que servía de columna en la parte alta de la casa de madera. Yo me sentaba en una banca que había en el corredor a contemplarlo; por la baranda hecha con palos de palma de chonta pulida podía uno ver a las gallinas y los perros que daban vueltas por el patio.  A mis espaldas en las paredes de tabla solían haber colgados diversas cosas como un atado de plumas grandes de gallina, que se usaban para untar remedios y curar a los animales y almanaques con propaganda de tiendas o almacenes agropecuarios. En una pequeña repisa que había junto con algunos frascos y otros papeles estaba el “Almanaque Bristol” que no podía faltarle a mi abuelo. Yo me divertía leyendo la clásica tragicomedia que ese folletín presentaba. En enero iba a la finca con la curiosidad de ver la historieta que cada año incluían.  En algún rincón de la casa solían reposar ediciones de varios años pasados y me gustaba releer los chistes e historias que allí encontraba. De niño siempre soñé en que publicaran algo mío allí, nunca se cumplió ese deseo.

Vuelvo al ritual de mi abuelo, que primero sacaba una antigua navaja de su estuche y la afilaba en una correa de cuero, luego, sacaba un jabón de tocador y comenzaba a rayarlo en pequeños pedacitos, como si fuera un coco- no recuerdo si era con la misma navaja- los trocitos caían en un vasito especial que él tenía,- nunca vi que lo cambiara- después de eso agregaba un poquito de agua y con una especie de escobilla de barbero comenzaba a batir por unos minutos hasta obtener una espuma blanca y consistente. Luego con la misma escobilla se distribuía la espuma en la cara, agarraba su navaja y procedía a rasurarse. Cuando terminaba, bajaba con su toalla al hombro hasta el chorro de agua y se juagaba el rostro, luego volvía al espejo se echaba en las manos algo de alcohol y se daba unos toquecitos en la cara. Mientras hacía todo este ritual permanecía en silencio, aunque a veces interrumpía por unos breves instantes para decir alguna cosa y seguía concentrado en su afeitada. ¡Cuánto daría por tener un video de mi abuelo mientras se “hacía la barba”, como decía él!

Cuando mi abuelo falleció, yo pedí que me regalaran su sombrero y también su reloj – aún los conservo- Ignoro quien se quedó con su navaja.

Pero sobre todo me quedé con los recuerdos que hoy como frágil espuma volátil en el viento me han traído a la página de mi vida titulada: “Por las barbas de mi abuelo.”

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John Montilla (31-VIII-2024)

Relatos de mis memorias

Fotomontaje: J.M. Imagen, Leonardo AI generated

Historias: jmontideas.blogspot.com

MOCOA NUESTRO MACONDO

Por. John Montilla

“Que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga.” Gabo (El otoño del patriarca)

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Muchos años después frente a la pantalla de un computador habría de recordar el remoto día en que a un presidente de la república le dio por adelantar la hora en los relojes como una medida para aprovechar la luz del sol y así enfrentar la sequía que sufría el país; y a pesar de esta medida draconiana nos agarró un apagón histórico cuando los embalses de las hidroeléctricas se quedaron sin agua.

Por aquellas épocas de oscuridad, fruto del apagón, volvimos a los tiempos provincianos en que las ciudades volvieron a ser como aldeas de antaño en que la gente echó mano de la leña y las hornillas de los abuelos para preparar los alimentos. Se disparó el uso masivo de velas, pilas, linternas, fósforos y juegos de mesa. El televisor se llenó de polvo en un rincón y el radio volvió a ser el centro de la casa. Los niños salían prácticamente dormidos en la madrugada para la escuela y las gallinas se volvieron locas por no saber a qué horas era que tenían que irse a dormir.

La paranoia de la imperiosa necesidad de ahorrar agua, llevó a que en algunas zonas se amenace con hasta seis años de cárcel por desperdiciar el preciado líquido. Y así como otro caricaturesco presidente durante la pandemia del Covid 19 creo su propio y hartísimo programa de televisión -cuyo nombre ya nadie recuerda, pero que debió llamarse “apague y vámonos”-, para contarle y atemorizar al pueblo encerrado en su casa, el número de muertos diarios y otras cosas irrelevantes, así mismo se crearon espacios en los medios durante la “peste de la oscuridad” para invitar a la gente a “cerrar la llave" al tiempo que día a día se ponían a hacer las desquiciadas cuentas de cuantos litros de agua se gastaban al soltar el inodoro, cepillarse los dientes, bañar al niño o al perro, a la vez que te decían los mil beneficios de bañarse en pareja y por supuesto te repetían que no tenías ni que pensar en lavar el carro porque podías terminar encanado.

Por eso, no nos sorprende que años después otro presidente ante una inminente repetición de un evento de esos, declaré día cívico precisamente en la fecha de su cumpleaños, con el argumento de ahorrar energía y que la gente de las ciudades se vaya de puente a lavar “la cola” a donde haya más agua. Por supuesto sus detractores ante esto lo acusaron de dictadorzuelo que quiere manipular el tiempo divino y humano a su acomodo. El nieto de otro no muy santo expresidente incluso lo tildó de “matón de barrio” por querer implementar este feriado inesperado. El alcalde capitalino, aunque tampoco es santo de devoción del actual mandatario al menos está de acuerdo en que hay que ahorrar el líquido, y propone entre otras sabias soluciones no bañarse los fines de semana, y repite la sugerencia de otrora, de bañarse en pareja, hecho que alguien cuestionó con el argumento de que esta medida “acarreaba el uso de más agua”, ante lo cual el burgomaestre había respondido en tono satírico que el consejo “era sólo bañarse.”

El caso es que en este ambiente de luces y sombras coincidió el décimo aniversario de la partida de Gabriel García Márquez, creador de la mítica “Cien Años de Soledad”, con la conmemoración del centenario de otra ilustre joya de la literatura colombiana: “La Vorágine” de José Eustasio Rivera. Fecha memorable por la que en Mocoa - que en cierta forma es un anagrama de la palabra Macondo - se realizó un evento sinigual para celebrar la efeméride de esta obra que entre otras temáticas abarca la depredación de la Amazonía, el presidente cumpleañero así lo acaba de sentenciar: “Si no hay selva, no hay agua en Bogotá:”

Alguien reseñó la celebración así: “…por esas calles de Mocoa … ha pasado una avalancha de vida, celebrando ese libro, una invención del espíritu que logra después de tantos años conmover …, hasta tal punto que los niños y niñas hicieron obras de teatro en sus colegios y salieron con comparsas alusivas, recitaron apartes de la obra y cantaron en las tarimas. Los artistas recrearon algunos pasajes, los escritores hablaron de su vigencia, y llegaron grupos de gran calidad en teatro y música desde Bogotá, y hubo danza de los pueblos originarios, cine de los jóvenes creadores, poesía y música, incluso vino el ministro de Cultura y las autoridades regionales por primera vez le dieron a la literatura y al arte la importancia que merecen.”

Por supuesto no podía faltar el toque macondiano de esta celebración: el gobernante local enarbolando una gran bandera territorial hizo repetir como una docena de veces un tema regional mientras bailaba en la calle; y estaba en esas cuando se le unió una morena, de quien dicen que le falta un tornillo y los calzones; quien en repetidas ocasiones ha hecho demostraciones impertinentes de eso; como la vez que en la catedral principal llena de niños subió al púlpito e hizo un “show” de exhibicionismo ante la cara de estupor de monjas y profesoras y el desconcierto de los chiquillos.

Ese día del baile tampoco se había puesto calzones, y al hacer pases de cumbia levantaba de un tirón su holgada bata y dejaba ver la prominencia de sus negras nalgas al tiempo que sacudía sus tetas tan grandes como las papayas con las que ella hace picadillo para vender jugo con hielo en alguna de las esquinas del pueblo, mientras el mandatario seguía jugando con su bandera ajeno a la inoportuna pareja que se le había colado en el baile.

Esa noche de la conmemoración de La Vorágine un artista decidió pintar en vivo una obra surrealista en la que se veían a un grupo de indios del amazonas bajo una lluvia de látex líquido, el terrible cuadro de la tortura de los pueblos nativos durante la fiebre del caucho fue quizás la imagen con la que muchos nos acostamos ese día.

Y aquí viene el punto central macondiano de este discurso, pues el día del controvertido día cívico se destapó en Mocoa un tremendo aguacero en horas de la madrugada y más de uno nos acordamos de la madre de aquellos que se opusieron a que el país tuviera ese día libre porque nos tocaba dejar la comodidad de la cama para ir a enfrentar la lluvia. Y fue entonces cuando me asomé a la ventana que me percaté que no estaba cayendo agua sino que caía leche a raudales, los tejados de las casas antes negros ahora se veían blanquear con las gruesas gotas que los salpicaban, por la calle bajaban arroyos blancos, a una dama le clareaba su negra sombrilla y un borracho trasnochado feliz abría los brazos y la boca para tomar hasta hartarse del líquido que como maná le llegaba del cielo; de repente lo veo escupir y luego agarrarse desesperado de un poste para vomitar con convulsiones de agonía todo lo que se había tragado. Entonces en mi mente se hizo la luz y me dije que la pintura del artista había sido como una premonición que nos traía el recuerdo del olvidado genocidio de nuestros nativos y que lo que caía del cielo no era leche sino el maldito látex que sirvió de pretexto para casi exterminarlos y que Colombia hacía bien en conmemorar La Vorágine porque las extirpes masacradas si tenían derecho a una segunda oportunidad sobre esta tierra.

Con esta contundente conclusión pegué un salto por la impresión; y entonces me di cuenta que arrullado por la lluvia me había dormido, y que la pesadilla sufrida me recordaba que ya iba tarde para el trabajo en el día feriado que no fue.

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John Montilla (20 -IV-2024)

Fotografía: Montaje sobre una pintura del profesor de Artes:

Jorge Eduardo Arévalo Rodríguez

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HERENCIA

 Por. John Montilla

Herencia: Autor: Jonathan Cadavid

 “… a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo que informan los capataces, ...

indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirán en toda su vida porque cuando conozcan la pubertad, los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud” José Eustasio Rivera (La Vorágine)

 De estas líneas fue de donde el artista plástico Jonathan Cadavid echó mano para plasmar su reciente obra pictórica, en el marco de la conmemoración del centenario de La Vorágine. Un hermoso concierto de música ancestral fue el fondo que acompañaba los pincelazos de Cadavid en el centro de la ciudad a un costado de la plaza principal de Mocoa. Alguien le pregunta por el título de la obra, él voltea a ver a su interlocutor y de manera cortes responde: “Herencia” y luego prosigue concentrado en su trabajo artístico, sorprende verlo pintar con la luz tenue de la noche, después me asegura que él ya tiene dibujado el cuadro en su memoria.

  Jonathan Cadavid es un artista paisa que vino hace unos años a realizar el monumento del “Soldado caído” en Puerto Leguizamo y como muchos otros se enamoró de estas tierras del sur. Dicha escultura según sus propias palabras: “Tiene tres estados de un héroe: el que muere luchando, el que aun herido, sigue su lucha hasta el final y el otro, que es el que llega victorioso a levantar la bandera como vencedor”.  En los cuadros de la guerra casi siempre junto con la gloria están los elementos del dolor y la muerte.

 En lo poco que sé de la obra de Cadavid, me atrevo a anotar que siempre busca generar un impacto a la vista y al espíritu del observador, en cierta forma esto se pudo constatar entre algunos de los testigos que lo veían pintar. Todos sintieron la opresión que despierta la “terrible imagen” de la tortura del látex que sufrieron nuestros pueblos nativos durante la fiebre del caucho. Él me dice que incluso escucho decir que el cuadro era “feo” y en el fondo quizá haya mucho de razón en ello; la realidad es una cosa dura de digerir, algunos prefieren esconderla, pero el arte se hizo para mostrarla en todas sus facetas.  Oscar Wilde, en el retrato de Dorian Gray sentencia: “Ningún artista es morboso. El artista está capacitado para expresarlo todo.”

 Reitero desde mi óptica que Cadavid, va más allá de la simple estética de la pintura para tocar fibras de la existencia, por eso al abordar temáticas como la vejez, nadie dejaría de estremecerse si le dejaran ver hoy un retrato suyo de un futuro decrepito anciano; o la carne al descubierto porque somos carne, y recientemente un tema como el fuego, siempre van a producir un impacto en el observador.  En una de sus obras se atrevió a meterle candela a una mítica Ceiba que miles de viajeros han visto en las riberas del Río Putumayo. Cadavid cuenta que alguien le dijo “que no pondría ese cuadro en su sala”. Yo me atrevo a conjeturar sobre la futura pared en la que irá a colgarse su “Herencia” y él responde “no te imaginas las salas a las que han ido a parar mis cuadros de la serie de “somos carne”.”

 Dice que el tema de “Herencia” le tomó al menos un par de meses, mientras investigaba, veía videos y fotografías de pueblos indígenas, observaba posturas de las personas, y creaba la composición de la obra. Cuenta que le costó un poco darle forma a la idea de representar al látex líquido escurriendo sobre el cuerpo de una persona

y subraya que lo más difícil para él fue hallar el tono preciso del ambiente gris o verde lúgubre, triste, pero con un tenue rayo de vida en pleno anegado suplicio en el que iban a estar los personajes; por fortuna para él, unas imágenes de pinturas y películas de los inviernos y neblinas rusas le ayudaron a encontrar lo que buscaba y con la suma de esos elementos procedió a darle forma a la obra. 

 En aquella mágica noche de culto a la obra de Rivera, mientras pintaba en vivo, le llegaron palabras de promesa de que su obra haría el viaje inverso al que hizo Arturo Cova, personaje principal de La Vorágine quien huyendo de Bogotá fue a parar a la selva, y la pintura de Cadavid de la Amazonía iría a la capital.  El artista me confiesa que le gustaría conservarla por un largo tiempo. En el libro, el personaje Clemente Silva buscaba conservar, aunque sea los huesos de su hijo perdido, así que no tiene nada de raro que Cadavid, creador de “somos carne” intente conservar su obra, aunque pronostica que va a ser un asunto difícil; que quizás su cuadro no regrese de la selva de cemento.

 “Herencia” es un fruto nacido de la conmemoración del centenario de La Vorágine que de alguna manera rinde tributo al paso de don Clemente Silva por Mocoa y por supuesto, también del deambular de Cadavid por estas tierras y esto quedara en la memoria de la ciudad.  

 Y, ante todo, “Herencia” es la deuda impagable de nuestros pueblos ante el amo esclavizador, y el “olvido” es la deuda que el estado les debe a ellos.

Obra: Herencia-Fragmento (J. Cadavid)

John Montilla: Texto y fotografía (13-IV-2024)

Relatos en mi camino

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lunes, 17 de junio de 2024

NUESTROS VIEJOS

 Por. John Montilla



Un domingo de sol vi a don Florencio, uno de los ya pocos fundadores del barrio que aún nos quedan, quien pasaba justo frente a la casa de otro vecino que había abandonado este mundo terrenal después de más de noventa años de existencia: Don Marcos Ojeda, un hombre trabajador de toda una vida, de la misma extirpé de mi padre, de esos hombres fuertes que fueron forjados en ese molde de roble del siglo pasado.  Hombres humildes cuya fortaleza fue el espíritu incansable de trabajar para sostener y sacar avante a sus familias. Uno de sus hijos, en una de sus plegarias agradecía por el privilegio de haber podido compartir con su padre por tanto tiempo: “Gracias Dios por todo, no tengo nada que reclamar …  fue perfecto tu plan para mi padre.”

Don Marcos, ya no está, y me quedan entre los recuerdos los saludos que compartíamos cuando lo veía sentado descansando en uno de los andenes de la vecindad. Y es allí donde de pura casualidad me saludo con don Florencio, y entonces siento cierta alegría interior por tener el privilegio de ver aún por esas calles - que guardan tantas historias - a esas personas que igualmente han llenado parte de mi paso por este mundo.

Pero, al seguir mi recorrido, después del saludo, me golpea el látigo de la nostalgia al pensar en todos aquellos de “nuestros viejos” que ya no están. Y me pongo a pensar que, a parte de su presencia, también se llevaron para siempre sus nombres, algunos bíblicos, otros tomados del legendario almanaque Bristol, o de aquellas revistas o folletos de agricultura de antaño.  Me vienen a la memoria don Heliodoro, don Campo, don Victoriano, don Enrique, don Ignacio, don Raúl, don Julio, don Desiderio, don Pablo, don Eduardo, doña Nubia, doña Elvia, doña Clarita, doña Marina, doña Ofelia, doña Rosario, doña Colombia, doña Chavita, doña Celina, don Virgilio, mi padre y por supuesto don. Marcos y tantos otros nombres que se pierden en la telaraña de mis recuerdos.

Por eso creo que es de verdad un premio alegre el poder saludar a don Florencio, y verlo todavía deambulando por las callejas por las que caminaron nuestros viejos. Que al igual que todos los antes mencionados, trajinó su vida entre el trabajo y su familia.  Gratos recuerdos de antaño cuando en épocas decembrinas su casa se convertía en el epicentro donde terminaba la rumba de la vecindad. Su esposa doña Clarita, una mujer festiva y de muy buen ambiente acogía a cuanto vecino llegara a bailar en el amplio patio de su casa. Nunca más las navidades en el barrio volvieron a ser las mismas desde su ya lejana partida.  Pero pese a esa irremediable pérdida don Florencio supo persistir y su presencia es un monumento andante de épocas pasadas.

Recuerdo cierto día que su hijo, técnico-electricista estaba realizando un trabajo en las alturas, abrazando los cielos bajo un sol inclemente, y don Florencio, se las arregló para hacerle llegar una fresca limonada usando cuerdas que su hijo le descolgó hasta los suelos. El amarró un recipiente en una mochila y su hijo la subió hasta donde estaba. Ver la satisfacción de ambos, el uno deleitando el líquido en lo alto y el otro contemplándolo desde el piso, fue un cuadro digno que representaba el amor filial.  ¡Como no sentirse orgulloso y contento de tener aún entre nosotros ese tipo de personas! Larga vida para don Florencio. Larga vida para nuestros viejos del barrio que aún nos alegran la existencia con su presencia.

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John Montilla (19-III-2024)   Relatos de mis memorias.

Imagen tomada de internet

 

DON RAÚL

Don Raúl ha dejado de existir, el nombre quizás no le dirá nada a mucha gente, muchas personas dejaremos este mundo al igual que él; es decir, nos marcharemos en un silencio únicamente roto por los más cercanos; pero cada uno de nosotros tenemos nuestra historia, tan sólo se necesita alguien que escriba, aunque sea unas pocas líneas para notificar la partida.

 La última vez que hablamos, él estaba al borde de las lágrimas, creo que no tanto por el dolor de su hijo asesinado, sino por la impotencia de no tener donde velarlo. Un hombre humilde, curtido por toda una vida de trabajo, se quejaba entre ofuscado y triste porque no le permitían usar la capilla del barrio para un velorio.  Me decía: “Yo con su papá hace ya varios años ayudamos a cargar piedra y arena del río para la construcción de esa edificación y ahora que de verdad la necesito, no la puedo usar.” Pues aparentemente habían decidido usar la capilla sólo para celebraciones eucarísticas. A eso ni él ni yo le encontramos ningún sentido.

 Le di la razón a ese padre afligido, ¡Cómo no usar ese gran salón para algo más humano que un velorio!  Al parecer quien tenía las llaves del lugar no estaba en la localidad. Ofrecí incluso pagar un cerrajero si era necesario para abrir esas puertas; por fortuna gracias a la gestión de la comunidad no fue necesario pasar a vías de hecho y don Raúl pudo velar a su hijo en el barrio en el que había vivido por mucho tiempo.

 Así creo que fue gran parte de su vida, una lucha continua. La avalancha que sufrió nuestro pueblo se le llevó hasta los cimientos de la casa donde vivió y trabajó por varios años haciendo y vendiendo ladrillos de cemento artesanales. Por suerte, vivió para contar el día después del desastre. Su narración de la historia debió ser épica; algo así como si otro diluvio universal le hubiera caído encima.  Fue un hombre que tuvo una gran capacidad de usar la palabra de forma bastante expresiva para narrar las cosas simples de su vida. En sus narraciones las cosas se hacían más grandes. Si en sus trajines a los bosques se topaba con una simple serpiente él te podía pintar el episodio como si hubiera visto el más descomunal animal de la selva. Algunos desdeñaban sus palabras, pero a mí de niño me gustaba la elocuencia con que contaba sus historias.

 Alguna vez le escuché a alguien decirle de forma peyorativa: “El ganadero pobre”, pues aparentemente tenía una sola vaca, pero al parecer él hablaba de ella como si tuviera todo un hato ganadero. No sabría afirmar si eso era verdad, tampoco puedo ya corroborar si era cierto que esa vaca podía llenar tantas cantinas de leche como nunca se había visto. A este hombre que podía transformar con elocuentes expresiones las cosas más sencillas, lo vi la noche del funeral de su hijo, silencioso y firme como un viejo roble que estaba siendo azotado por el vendaval de su dolor interno. Ni una sola hoja húmeda vi caer de sus ojos.

 La casualidad de la vida hizo que él coincidiera no hace mucho en la misma clínica en la que estaba internada mi madre en una ciudad distante de casa; para alegría de nosotros, mi madre pudo retornar a nuestro hogar, pero él terminó su existencia lejos de su terruño. Es una pena ese destierro final para una persona que vivió por tantos años trabajando la tierra que le dio sustento.

 No lo velaran en la capilla que ayudó a construir con sus manos, estará en la casa comunal que queda frente a la casa de mis padres. El último y tremendo aguacero que cayó la tarde que supimos de la noticia de su partida, rebosó los canales de desagüé e inundó el recinto. El agua se escurría a borbotones del techo y entraba por las ventanas sin vidrio, anegaba el salón y salía por debajo de las puertas. Sus deudos y amigos se armaron de escobas y traperos para adecuar el espacio para su adiós.

Fue como la última hipérbole de don Raúl antes de su despedida.

 


John Montilla (10-II-2024)

Relatos de mis memorias

Imagen tomada de internet

Historias: jmontideas.blogspot.com

 

ODA A UN GANCHO DE ROPA

 Por. John Montilla

Oh, noble gancho de ropa, peregrino de la corriente,

En la orilla del río, un fragmento tuyo se hace presente.

Trotamundos de las aguas, las sombras y los vientos;

¿De dónde vienes y a quién serviste en otros momentos?

 

Oh noble gancho de vida, viajero de destino incierto.

Cuelgas tu historia en las ramas de un tronco muerto

Eres un Moisés salvado de la aguas, errante y fugaz.

Eres una alegoría de la vida, este teatro fugaz.

 

¿Qué atuendos adornaron tu figura en el pasado?

Camisas, vestidos, secretos de un guardarropa olvidado

Quizás abrazaste la ropa de un tierno niño,

o la elegancia de una dama y su delicado corpiño.

 

Talvez fuiste testigo de algún amor prohibido y pasajero,

o miraste a algún Romeo que se ocultó en tu ropero.

¿Cuántos trajes de la existencia abrazaste en tu viaje?

¿Cuántos secretos guardaste en silencio y coraje?

 

¿Acariciaste la melancolía de prendas de un dueño ausente?

 O de alegrías, marchas y olvidos   fuiste testigo silente.

¿Cuánto tiempo pasó desde que danzaste en el viento?

Sujetando la vida de telas, en un abrazo lento.

 

Manos indolentes de un viejo armario te despojaron,

O quizás los hilos de la existencia se te soltaron.

La corriente de la vida, implacable en su fluir,

te arrastró en sus aguas obligándote a partir.

 

Así como llegaste a la orilla errante viajero

Así es nuestra historia, un trayecto efímero.

En cada prenda que sostenías un capítulo se escribía,

y ahora colgado de un palo termina tu travesía.

John Montilla:     11-XII-2023

Divagaciones

Fotografías 1. J.M.  Fotomontaje 2:  imágenes tomadas de internet.

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