domingo, 20 de abril de 2025

YO TAMBIÉN

Por: John Montilla

A.T

La volví a ver una tarde después de tanto tiempo,

Las ramas de unos árboles nos abrazaban.

La sombra de otros tiempos nos arropaba.

Varias hojas del calendario habían caído.

Le dije que aún la recordaba.

Que conservaba en mi mente la musicalidad de su risa, y su manera de llenar el espacio con su luz.

Que aún tenía conmigo los silencios obligados

y las preguntas que nunca hice.

Qué aún extrañaba instantes que nunca fueron,

y que, a solas, terminaba las conversaciones que quedaron a medias o que nunca iniciaron.

Que recordaba su cabellera cuando caminaba entre una multitud.

Que divagaba con la letra de la canción que nunca me cantó.

Que a veces, en sueños creaba una melodía, que al despertar olvidaba.

Que no pude escuchar los sones de su guitarra que alguna vez me prometió.

Que me encantaba recordar el aroma de un café compartido.

Que me alegraba recordar las veces que se colgaba de mi brazo y caminaba junto a mí.

Tan cerca y tan distante.

Una luna llena al alcance de una mano soñadora.

Eso y otras cosas más,

Le expresé con la sinceridad de un niño lo que nunca me atreví a decir antes.

Le mencioné que aún guardaba poemas que nunca declamé.

Que había un muro invisible entre nosotros.

Que quizás en otro tiempo,

en otro lugar,

habrían florecido tantas palabras.

Quizás le hubiera declarado entonces lo que ahora le dije:

Que siempre la quise,

Que nunca dejé de hacerlo.

Ella me miró a los ojos

y simplemente respondió:

“Yo también.”

***

John Montilla (3-II-2025)

Divagaciones.

Imagen: Leonardo AI generated.

jmontideas.blogspot.com


LA NOCHE DE LA NOSTALGIA

 Por: John Montilla

Sentado en un trajinado sofá vi como los primeros fuegos artificiales de la noche explotaban en el aire.

El resplandor levemente iluminaba el oscuro patio.

No había nadie a esa hora en el hospedaje en el que estaba alojado.

Todos los clientes se habían ido ese día.

La gente quiere recibir el año nuevo junto a los suyos.

El administrador de la residencia se había ido a dormir,

tan sólo las sombras de las plantas y flores del patio me acompañaban.

Después de unos segundos los fuegos artificiales estallaban de manera sincrónica.

Era la medianoche del 31 de diciembre.

Lejos de casa. 

Llegaba el año nuevo.

El cielo ante mi vista se cubrió de colores fugaces,

y la ciudad se llenó de ruido por el estallido de la pólvora.

El ruido contrastaba brutalmente con el silencio del patio.

Con melancolía pensaba en mi casa, familia y amigos.

Primera vez que nos agarraba un año nuevo sin estar completos.

Primera vez que faltaba mi padre al inicio de un año.

Y mi madre estaba recluida en una clínica en compañía de una de mis hermanas a una distancia cercana.

Decidí no ir hasta allá, no me habrían permitido ingresar a esa hora.

Me conformé pensando en que quizás estarían dormidas,

además, habría sido un momento muy triste que preferí posponer para la mañana siguiente.

Intenté llamar y escribir mensajes, pero fue inútil el sistema había colapsado.

Sabía que en casa también se sentiría el vacío de las ausencias.

Sin ninguna autorización me dirigí a la nevera que había junto al mostrador, la abrí y agarré una cerveza de las pocas que allí había.

En la soledad del patio la fui tomando con nostalgia sorbo a sorbo.

Pensé, pensé mucho en años pasados cuando estábamos completos en familia.

Confirmé que esas cosas no tenían precio.

No pude evitar unas lágrimas que se fugaron por la senda de los recuerdos.

Entonces me percaté que el administrador se había levantado, se veía ojeroso y somnoliento.

Le dije que me dio pena despertarlo por una cerveza.

El simplemente dijo: “No hay problema, mañana cuadramos eso.”

Le invité a tomar algo.

El aceptó.

Entonces le conté lo que aquí acabo de narrar.

Entré los dos nos tomamos la única media docena de cervezas que había en la nevera.

Luego él se fue a dormir.

En la distancia se escuchaban los rezagados estallidos de la pólvora de la noche.

El sonido de la fiesta distante llegaba tenuemente.

Mientras en el viejo sofá en penumbra,

yo anotaba estos apuntes.

***

John Montilla (Neiva 1 -enero-2024)

Relatos de mis memorias.

Fotomontaje con imágenes tomadas de internet

Historias: jmontideas.blogspot.com

UN CUARTO DE SIGLO DESPUÉS

Cuento

Por: John Montilla

Un cuarto de siglo después aún conservo las llaves de la casa donde vivía cuando era estudiante. La nostalgia me había llevado hasta allá, guardaba la esperanza de encontrar a la dueña sentada en su sillón viendo televisión como tantas otras veces. En la callejuela todo daba la sensación de abandono y soledad, aunque me pareció notar el rostro de una anciana que se ocultaba tras unas cortinas a mis espaldas. Observé con atención, pero no miré a nadie. Entonces de manera atrevida decidí entrar a la casa como el inquilino que fui antaño. Abrí la puerta y la imagen que vi me llevó al lejano primer día de mi llegada: “Me llamo Susana”- dijo la dueña - ¿Cómo se llama usted? Juan, le respondí y agregué: mi madre tiene el mismo nombre suyo. Ella, había abierto los ojos un tanto asombrada y con nostalgia susurró. “Sabe, mi hijo también se llamaba Juan, murió hace un par de años en un accidente.”  La conexión de nuestros nombres pareció haberle dado confianza, y a pesar de sus ojos aguados por el recuerdo, procedió a indicarme la habitación que había sido de su hijo. Me quedé allí tres años.  Un cuarto de siglo después había regresado. Sorprendentemente, mientras afuera todo parecía ruinas, al interior todo se veía impecable, un agradable aroma a lavanda se sentía en el ambiente, la mesita de vidrio de la sala se veía reluciente, en ella un jarroncito lleno de lozanas flores se robaba la vista. No se veía ni una sola mota de polvo por ningún lado. En las repisas las estatuillas de cerámica se veían brillantes. Los adornos, la mesa de vidrio del comedor, el piso, todo, absolutamente todo estaba pulcro. La vieja costumbre me llevó a la nevera por un poco de agua y en ella también pude ver frutas y verduras frescas.  La eterna jarra del agua estaba allí, agarré un vaso de cristal y me serví un poco, estaba helada, deliciosa como siempre. Todo limpio, sin embargo, era evidente que desde hacía tiempos no había nadie allí. A pesar de la intriga, entré a lo que era mi cuarto, abrí la puerta del closet y vi algunas de mis prendas, estaba seguro de haber llevado todo. Luego salí al patio y también descubrí ropa mía secándose al sol. ¿Cuánto tiempo llevaba eso allí? Imposible decirlo, sabía que de esas prendas me había desprendido hace años, pero allí estaban siendo agitadas por una incipiente calurosa brisa. Fui a la cocina y vi como en el ayer la olla grande repleta de agua hervida, el recipiente estaba lleno de líquido aún tibio, como si recién hubieran apagado la estufa. Lo extraño era que no había nadie, parecía que dejaron aseando la casa antes de marcharse. Todo tranquilo y silencioso como en los viejos tiempos. La única ocasión que se interrumpió la tranquilidad fue la vez que se nos metió una locomotora : Una noche la casa tembló y el techo pareció dar saltos, las paredes se sacudieron y los cuadros perdieron el equilibrio, las delicadas figuras de porcelana estuvieron a punto de caer de las pequeñas repisas, los jarrones de cristal casi se rompen y los tiernos serafines casi salen volando; el vidrio de la mesa del comedor estuvo a punto de partirse como una galleta, el salero se derramó en la mesa, la puerta de la nevera se abrió de golpe, los huevos que allí había crujieron, una bolsa de leche abierta se ladeó un poco y empezó a gotear el blanco líquido, el control remoto se cayó al piso y el televisor se prendió justo cuando pasaban las noticias de un terremoto en el otro lado del mundo. La dueña enfundada en una pijama de grandes flores de colores se levantó espantada señalando la puerta de la habitación del recién llegado inquilino.  El ronco trepidar de la locomotora venía de ese cuarto. Confieso que nunca en mi vida había escuchado a alguien roncar con la fuerza y la sonoridad con que lo hizo ese señor. Muy temprano al día siguiente la doña le pidió la habitación al ruidoso señor. Pobre hombre, me pregunto que habrá sido de su ruidosa existencia. Pero ahora, silencio, todo quietud, pero un silencio que lastimaba los recuerdos. De repente sentí frio y miedo, y justo entonces se abrió la puerta y entró la dueña, me saludó como si me hubiera visto el día anterior y se metió en su cuarto, del cual salió un olor pestilente. Yo me había quedado sin habla, el temor me llevó a la entrada, abrí y salí. Quise asegurar la puerta, pero noté que ya no tenía las llaves. Tampoco me habrían servido en la ahora oxidada cerradura, y entonces escuché a la anciana asomada a la ventana de enfrente que me dijo: “A la vecina la mató la peste hace tiempos.”

***

John Montilla (2024)

Fotomontaje: Imágenes tomadas de internet.

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lunes, 23 de diciembre de 2024

LA FRUTA DEL ÁRBOL DE NAVIDAD

Por: John Montilla

Navidad es lo que podemos recordar.

El presente lo gozamos hoy, pero creo que el sabor de las celebraciones pasadas se disfruta más.

La navidad es como una fruta que se pone a madurar cada año,

Los recuerdos son el dulce que le dan su encanto.

La navidad nos hace viajar a los recuerdos de la infancia.

Y entonces puedo ver de nuevo a mi padre salir al bosque a buscar un arbusto seco, para que mi madre lo decore en casa.

Mi madre todos los diciembres pasados sacaba de su rincón secreto la cajita mágica en la que año tras años guardaba los arreglos y decoraciones navideñas: frágiles bolitas de diversos tamaños y vibrantes colores, también tenía angelitos y figuritas de papeles brillantes, nuestros favoritos eran unos delicados adornos alargados, a los cuales les llamábamos “lágrimas”, eran lágrimas festivas. Lo único triste era la decepción cuando descubríamos que algunos de los adornos guardados se habían estropeado.

Nuestra madre previamente había decorado un tarro de galletas con papel regalo, el cual se llenaba con piedras pequeñas para que sirvieran de soporte al árbol ya forrado en algodón.  No había luces que se prendieran y apagaran, en aquellos tiempos no había energía eléctrica en el pueblo. El amor y el espíritu festivo con que se hacía el arbolito era suficiente para iluminarlo.

Con el paso del tiempo uno descubre que la navidad era estar en casa todos juntos, así no hubiera ningún regalo debajo del árbol.

La navidad es celebrar un año más en familia.

La navidad es poder abrazar a los que quieres al final del año y darse los mejores deseos.

La navidad es esa dulce fruta del ayer que nos ha dado el árbol de navidad, que se saborea cada año y que se pone agridulce cuando los abrazos se reducen.

Guardo en mi corazón esos instantes memorables.

Navidad es recordar, porque allí incluyes a aquellos que ya no están, pero que hicieron parte de instantes memorables y felices de nuestra vida.

Escribo estas líneas un veintisiete de diciembre, estando lejos de casa, sentado en la sala de espera de una clínica, mientras recuerdo a mi padre y pienso en la primera navidad sin su presencia, y mi madre recostada en la cama B-304 de ese centro médico.

Por primera vez en casa no hubo navidad en nuestra familia, por eso ese año, nos consolamos paladeando la fruta de los bellos recuerdos.

*** 

John Montilla (27-XII-2023)

Relatos de mis memorias

Imagen: tomada de internet

Historias: jmontideas.blogspot.com


sábado, 2 de noviembre de 2024

LILA

Por. John Montilla

Un anciano con un antiguo reloj descompuesto fue quien madrugó por error ese increíble domingo, y por eso fue el primero en percatarse del “fenómeno lila”: El árbol milenario, ubicado en la esquina de la plaza del pueblo y que durante décadas había estado dormido, esa mañana se había despertado con una increíble explosión de flores en un tono lila y cuyos pétalos desperdigados por doquier ayudados por el viento  matinal habían tapizado y teñido con un tinte crepuscular violáceo absolutamente  a cuanto objeto tocaron al caer.

Los feligreses que se apresuraban a la iglesia y los trasnochados que pasaban por la plaza al rayar el día, de pronto se vieron envueltos en una especie de niebla tierna que los arropaba sin asfixiarlos. El color lila era tan delicado que lo sintieron en la yema de los dedos y en la punta de sus lenguas y sus narices, más que verlo, podían casi que olerlo, palparlo, paladearlo.  Una especie de suave algodón de azúcar sin dulce se percibía en el ambiente. Lo encontraron impregnado en cada esquina, en cada puerta, en cada ventana, en cada objeto circundante. El lila era un tono que resonaba en el eco silencioso de un sueño que nadie recordaba haber tenido.

Las mujeres del pueblo notaron que, al caminar por las calles, el aroma y el tono lila les envolvía los sentidos y los vestidos, y que incluso sus cabellos también habían tomado el color de ese mágico crepúsculo. Los hombres, por su parte, sintieron que sus palabras sabían a nostalgia. Al hablar sus voces dejaban en el aire un rastro melancólico que rememoraba tiempos antiguos en los que vieron florecer arboles de varios colores en montañas y bosques que ahora quedaban en sus recuerdos.

Pronto, el lila comenzó a trepar por las paredes de la iglesia, edificios y casas vecinas, se filtró en los sueños de los niños, pintó de un hálito de ternura los días, y en las noches los gatos ya no se veían pardos, sino de un tenue morado. Las hojas que el viento descolgaba de los arboles caían dibujando serpentinas violetas en el aire. Los pobladores que al principio lo habían recibido con una mezcla de fascinación y desconcierto habían terminado por acostumbrarse al fenómeno y a tomarse ciento y miles de fotografías al pie del árbol que parecía no iba a terminar nunca de bañar al pueblo con sus flores.  Los niños nadaban entre las flores y las mujeres las agarraban a puñados y las echaban al aire para bañarse en una apacible lluvia de color crepuscular. 

Fue entonces, cuando en otro amanecer apareció en el pueblo un anciano, ya casi centenario, con los ojos del color del atardecer y quien al llegar a la plaza y sumergirse en el tono lila, sentenció en pocas palabras que ese color que nos invadía era una señal en la que el pasado nos estaba llamando, luego envuelto en un aura lila, ingreso a la iglesia y se sentó tranquilamente en la última banca, afuera en la esquina, del árbol mágico seguían desprendiéndose las flores.

***


John Montilla (23-X-2024)

Fotografía 1 Facebook: Soy Putumayense.

Imagen 2. Acuarela de Mauricio Morales. Facebook

Historias: jmontideas.blogspot.com

sábado, 7 de septiembre de 2024

EL VIAJE POR MIS CHIROS

 Por. John Montilla

 Un simple recorrido, para ir a rescatar unos “chiros” que había comprado en el mercado se convirtió en un viaje de la memoria por las calles y su gente.

 Cuatro horas después, me percaté del olvido de mis “chiros. Recordaba haberlos dejado en una silla que estaba allí, mientras acomodaba una bolsa en la que llevaba unas papas, dos mangos y una papaya, me concentré en organizar mi compra de manera que no se estropearan las frutas, por eso me distraje y no recogí el gajo de “mini bananos” que acababa de pagar.

 Por eso, cuando quise comerme uno y no los encontré, emprendí “el viaje por mis chiros” con la esperanza de recuperarlos. La tarde presagiaba lluvia, pero aun así decidí salir. Lo primero que vi fue a mi octogenaria vecina que vive al frente de mi casa, como casi cada día desde hace varios años, resolviendo sopas de letras en revistas que sus hijos le compran, estoy seguro que debe ser una experta resolviendo esos pasatiempos; antes tenía una especie de club de jugar parqués, pero prácticamente todos sus jugadores de antaño ya fallecieron; incluido mi padre.  Pasos más arriba frente a la casa de mi madre veo a mi vecino el “radio técnico”, sentado en su mesa de trabajo. Él además es músico aficionado desde tiempos inmemoriables y en los diciembres nos alegra las noches cuando se pone a ensayar música campesina con su grupo.

A él, la noche del desastre en nuestro pueblo, vi que agarraba un sofá que venía bajando por la calle y lo atravesó en la puerta en un vano intento por evitar que las aguas entraran a su casa. Esa noche de pesadilla de un momento a otro la calle se lleno de todo tipo de cachivaches que naufragaban en lodosas aguas. Recuerdo que por el mismo portón por el que a veces aparecía a latirme un agresivo perro ciego, salía esa noche un tremendo torrente que escupía todos los objetos que agarraba dentro de la vivienda. La calle de tantos años felices daba miedo esa noche.  Luego, paso por frente de la casa del sargento, él también ya se marchó de este mundo, no apuntaré nada sobre él, porque ese “sargento si tiene quien le escriba”. A mi mano derecha quedaba la sastrería “el pollo”, a su propietario quien tuvo la desgracia de caer en el pozo de las drogas le tengo el borrador y el título de su historia: “El pollo que salió de la olla.” Pues el hombre está en un exitoso proceso de rehabilitación

Llego a la esquina y no puedo evitar acordarme de don Guillermo, un hombre que durante varios años alegró el barrio construyendo casetas decembrinas en las que nuestros mayores gozaron bailes inolvidables; a él lo mataron justo cuando celebraba el día del padre en su casa. Más allá veo la ventana de la que se agarraba desesperado y casi al borde de la locura un vecino durante el encierro de la cuarentena. Nunca lo vi, pero alcanzo a imaginarlo agarrado de los hierros y gritando blasfemias y palabras soeces contra todo el mundo.

Paso por la “casa de los parrandas”, ahora es un taller y tienda de artesanías de un amigo de toda la vida, recuerdo que de niños a veces solíamos jugar allí con los instrumentos musicales que dejaba su padre, su tío y todo el combo; como nunca pude encontrar mi vena musical, nunca aprendí a tocar ningún instrumento. Pasos más allá veo el callejón en el que fue asesinado don Guillermo. Los testigos afirmaron que él salió corriendo de su casa detrás de alguien, y se metió al callejón, dicen que regresó a los pocos segundos tambaleándose y agarrándose el pecho, pensaban que estaba borracho, pero no, una simple puñalada fue suficiente para quitarle la vida. El baile de ese día del padre, se convirtió en un funeral. El callejón es inocente, el guarda aún algunos grafitis, y sobre todo guarda secretos de amores inocentes de antaño. En otros tiempos olía a limón. Las ramas de un árbol caían al callejón, el árbol ya no existe, su dueña tampoco.

Más allá veo la humilde casa de quien en vida llamamos doña Chavita, cuan felices fuimos algunos allí, pues ella solía alquilarnos revistas de historietas, allí leíamos las aventuras de Kaliman, Arandú, Águila Solitaria, Tamakún y muchas otras. Ella fue una persona discapacitada, su esposo quien trabajaba cargando y descargando bultos en el mercado o donde lo requirieran, era quien compraba las revistas, él sabía marcarlas usando una especie de gran tornillo hueco y con filo y de un sólo martillazo las perforaba. Las revistas que tenían ese agujero de lado a lado pertenecían a su casa.

Nosotros a cambio de monedas teníamos el placer de acceder a la lectura, y cuando no teníamos dinero nos íbamos a pescar a las quebradas cercanas, y luego hacíamos el trueque de lectura por peces. Pocos comprenderán la felicidad que había en ello. Por aquellos años las aguas eran más claras y llenas de peces, ahora ya no hay peces ni aguas limpias. Doña Chavita y su esposo, hace varios años se marcharon de este mundo. Por ahí tengo en mis archivos una fotografía de un 31 de diciembre con ella, espero publicarla un día de estos junto con algunas de mis memorias.

 Llego a la tienda de la esquina y recuerdo a nuestro vecino que no hace mucho falleció, era fabricante de bloques de cemento, algunos le decían “taca-taca”, quizás por el ejercicio y onomatopeya que se hace al fabricar los bloques, hay que tacarlos para que den consistencia en la formaleta. En el terreno plano en que está ubicado su local, hace varios años era una loma en la que de niños jugábamos a indios y vaqueros, construíamos chozas y era un punto para elevar cometas, y desde el cual se podía observar los techos de las casas y de los árboles que estaban dando frutos en algunos de los solares de los vecinos. Pero nada queda ya de eso. Un día apareció una gran máquina amarilla y barrió con la loma de los juegos. Antes solíamos cruzar la quebrada que por allí discurre, saltando por entre las piedras, o cruzando por un tronco atravesado de lado a lado. Ahora hay un pequeño puente de cemento, que se construyó en principio con trabajo comunitario para que nosotros cuando éramos estudiantes pudiéramos asistir sin peligro de caernos en las aguas. Desde el antiguo camino de barro por el que íbamos al colegio -ahora ya vía pavimentada - hace varios años vi pasar por la pequeña cuesta que lleva a la villa olímpica en la parte de atrás de una camioneta, y saludando con gestos de su mano al candidato presidencial Luis Carlos Galán, -en esos tiempos no teníamos con que registrar ese histórico momento- meses después él sería vilmente asesinado en Soacha. Me quedó pensando en que cerca al colegio en el que estudié y el que ahora trabajo, hay unos árboles de guayaba, cuyas frutas a veces se echan a perder por falta de comensales, cosa que me sorprende, habiendo tantos muchachos por los alrededores, nosotros no reparábamos en perros ni alambradas e íbamos por las frutas. Así como en este viaje de la memoria voy por mis frutas olvidadas en el mercado.

 Cuando llegué allá, me dijo la anciana que me había vendido los “chiros”: “Yo se los guardé, pensé que no iba a venir por ellos.” Le agradecí, y le dije que de alguna manera me alegraba de ello, porque me había visto obligado a hacer “el viaje por mis chiros.” que decidí convertir en un recorrido nostálgico lleno de recuerdos por las calles que tantas veces he caminado.

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John Montilla (9-VII-2024)

Relatos de mis memorias

Imagen: Leonardo AI generated

historias: jmontideas.blogspot.com

POR LAS BARBAS DE MI ABUELO

 Por. John Montilla

“Mi abuelo no fue a la escuela y yo apenas estoy empezando, tengo siete años y creo que mi vida cabe como diez veces en la de mi abuelo, lo sé porque ya estoy aprendiendo a multiplicar.” (Tomás Caballero. México) 

***

Quizás tendría siete, diez, once o una docena de años vividos, cuando solía observar con curiosidad el ritual para afeitarse de mi abuelo. Sólo en su casa, en la finca podía uno verlo en camisilla blanca y con unos pantalones de campo con originales parches con los diseños y colorido de las telas de otros tiempos. La nostalgia ahora me hace verlos hermosos en mi memoria. Es una pena no tener ni una foto de esos pantalones con esos parches. Mi abuelo colgaba un pequeño espejo de un clavo que había en uno de los pilotes que servía de columna en la parte alta de la casa de madera. Yo me sentaba en una banca que había en el corredor a contemplarlo; por la baranda hecha con palos de palma de chonta pulida podía uno ver a las gallinas y los perros que daban vueltas por el patio.  A mis espaldas en las paredes de tabla solían haber colgados diversas cosas como un atado de plumas grandes de gallina, que se usaban para untar remedios y curar a los animales y almanaques con propaganda de tiendas o almacenes agropecuarios. En una pequeña repisa que había junto con algunos frascos y otros papeles estaba el “Almanaque Bristol” que no podía faltarle a mi abuelo. Yo me divertía leyendo la clásica tragicomedia que ese folletín presentaba. En enero iba a la finca con la curiosidad de ver la historieta que cada año incluían.  En algún rincón de la casa solían reposar ediciones de varios años pasados y me gustaba releer los chistes e historias que allí encontraba. De niño siempre soñé en que publicaran algo mío allí, nunca se cumplió ese deseo.

Vuelvo al ritual de mi abuelo, que primero sacaba una antigua navaja de su estuche y la afilaba en una correa de cuero, luego, sacaba un jabón de tocador y comenzaba a rayarlo en pequeños pedacitos, como si fuera un coco- no recuerdo si era con la misma navaja- los trocitos caían en un vasito especial que él tenía,- nunca vi que lo cambiara- después de eso agregaba un poquito de agua y con una especie de escobilla de barbero comenzaba a batir por unos minutos hasta obtener una espuma blanca y consistente. Luego con la misma escobilla se distribuía la espuma en la cara, agarraba su navaja y procedía a rasurarse. Cuando terminaba, bajaba con su toalla al hombro hasta el chorro de agua y se juagaba el rostro, luego volvía al espejo se echaba en las manos algo de alcohol y se daba unos toquecitos en la cara. Mientras hacía todo este ritual permanecía en silencio, aunque a veces interrumpía por unos breves instantes para decir alguna cosa y seguía concentrado en su afeitada. ¡Cuánto daría por tener un video de mi abuelo mientras se “hacía la barba”, como decía él!

Cuando mi abuelo falleció, yo pedí que me regalaran su sombrero y también su reloj – aún los conservo- Ignoro quien se quedó con su navaja.

Pero sobre todo me quedé con los recuerdos que hoy como frágil espuma volátil en el viento me han traído a la página de mi vida titulada: “Por las barbas de mi abuelo.”

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John Montilla (31-VIII-2024)

Relatos de mis memorias

Fotomontaje: J.M. Imagen, Leonardo AI generated

Historias: jmontideas.blogspot.com