Por. John Montilla
Un domingo de sol vi a don
Florencio, uno de los ya pocos fundadores del barrio que aún nos quedan, quien
pasaba justo frente a la casa de otro vecino que había abandonado este mundo
terrenal después de más de noventa años de existencia: Don Marcos Ojeda, un
hombre trabajador de toda una vida, de la misma extirpé de mi padre, de esos
hombres fuertes que fueron forjados en ese molde de roble del siglo
pasado. Hombres humildes cuya fortaleza
fue el espíritu incansable de trabajar para sostener y sacar avante a sus
familias. Uno de sus hijos, en una de sus plegarias agradecía por el privilegio
de haber podido compartir con su padre por tanto tiempo: “Gracias Dios por
todo, no tengo nada que reclamar … fue
perfecto tu plan para mi padre.”
Don Marcos, ya no está, y me
quedan entre los recuerdos los saludos que compartíamos cuando lo veía sentado
descansando en uno de los andenes de la vecindad. Y es allí donde de pura
casualidad me saludo con don Florencio, y entonces siento cierta alegría
interior por tener el privilegio de ver aún por esas calles - que guardan
tantas historias - a esas personas que igualmente han llenado parte de mi paso
por este mundo.
Pero, al seguir mi recorrido,
después del saludo, me golpea el látigo de la nostalgia al pensar en todos
aquellos de “nuestros viejos” que ya no están. Y me pongo a pensar que, a parte
de su presencia, también se llevaron para siempre sus nombres, algunos
bíblicos, otros tomados del legendario almanaque Bristol, o de aquellas
revistas o folletos de agricultura de antaño.
Me vienen a la memoria don Heliodoro, don Campo, don Victoriano, don
Enrique, don Ignacio, don Raúl, don Julio, don Desiderio, don Pablo, don
Eduardo, doña Nubia, doña Elvia, doña Clarita, doña Marina, doña Ofelia, doña
Rosario, doña Colombia, doña Chavita, doña Celina, don Virgilio, mi padre y por
supuesto don. Marcos y tantos otros nombres que se pierden en la telaraña de
mis recuerdos.
Por eso creo que es de verdad
un premio alegre el poder saludar a don Florencio, y verlo todavía deambulando
por las callejas por las que caminaron nuestros viejos. Que al igual que todos
los antes mencionados, trajinó su vida entre el trabajo y su familia. Gratos recuerdos de antaño cuando en épocas
decembrinas su casa se convertía en el epicentro donde terminaba la rumba de la
vecindad. Su esposa doña Clarita, una mujer festiva y de muy buen ambiente
acogía a cuanto vecino llegara a bailar en el amplio patio de su casa. Nunca
más las navidades en el barrio volvieron a ser las mismas desde su ya lejana
partida. Pero pese a esa irremediable
pérdida don Florencio supo persistir y su presencia es un monumento andante de
épocas pasadas.
Recuerdo cierto día que su
hijo, técnico-electricista estaba realizando un trabajo en las alturas,
abrazando los cielos bajo un sol inclemente, y don Florencio, se las arregló
para hacerle llegar una fresca limonada usando cuerdas que su hijo le descolgó
hasta los suelos. El amarró un recipiente en una mochila y su hijo la subió
hasta donde estaba. Ver la satisfacción de ambos, el uno deleitando el líquido
en lo alto y el otro contemplándolo desde el piso, fue un cuadro digno que
representaba el amor filial. ¡Como no
sentirse orgulloso y contento de tener aún entre nosotros ese tipo de personas!
Larga vida para don Florencio. Larga vida para nuestros viejos del barrio que
aún nos alegran la existencia con su presencia.
***
John Montilla (19-III-2024) Relatos de mis memorias.
Imagen tomada de internet
DON RAÚL
Don Raúl ha dejado de existir, el nombre
quizás no le dirá nada a mucha gente, muchas personas dejaremos este mundo al
igual que él; es decir, nos marcharemos en un silencio únicamente roto por los
más cercanos; pero cada uno de nosotros tenemos nuestra historia, tan sólo se
necesita alguien que escriba, aunque sea unas pocas líneas para notificar la
partida.
La última vez que hablamos, él estaba al borde
de las lágrimas, creo que no tanto por el dolor de su hijo asesinado, sino por
la impotencia de no tener donde velarlo. Un hombre humilde, curtido por toda
una vida de trabajo, se quejaba entre ofuscado y triste porque no le permitían
usar la capilla del barrio para un velorio.
Me decía: “Yo con su papá hace ya varios años ayudamos a cargar piedra y
arena del río para la construcción de esa edificación y ahora que de verdad la
necesito, no la puedo usar.” Pues aparentemente habían decidido usar la capilla
sólo para celebraciones eucarísticas. A eso ni él ni yo le encontramos ningún
sentido.
Le di la razón a ese padre afligido, ¡Cómo no
usar ese gran salón para algo más humano que un velorio! Al parecer quien tenía las llaves del lugar
no estaba en la localidad. Ofrecí incluso pagar un cerrajero si era necesario
para abrir esas puertas; por fortuna gracias a la gestión de la comunidad no
fue necesario pasar a vías de hecho y don Raúl pudo velar a su hijo en el
barrio en el que había vivido por mucho tiempo.
Así creo que fue gran parte de su vida, una
lucha continua. La avalancha que sufrió nuestro pueblo se le llevó hasta los
cimientos de la casa donde vivió y trabajó por varios años haciendo y vendiendo
ladrillos de cemento artesanales. Por suerte, vivió para contar el día después
del desastre. Su narración de la historia debió ser épica; algo así como si
otro diluvio universal le hubiera caído encima.
Fue un hombre que tuvo una gran capacidad de usar la palabra de forma
bastante expresiva para narrar las cosas simples de su vida. En sus narraciones
las cosas se hacían más grandes. Si en sus trajines a los bosques se topaba con
una simple serpiente él te podía pintar el episodio como si hubiera visto el
más descomunal animal de la selva. Algunos desdeñaban sus palabras, pero a mí
de niño me gustaba la elocuencia con que contaba sus historias.
Alguna vez le escuché a alguien decirle de
forma peyorativa: “El ganadero pobre”, pues aparentemente tenía una sola vaca,
pero al parecer él hablaba de ella como si tuviera todo un hato ganadero. No
sabría afirmar si eso era verdad, tampoco puedo ya corroborar si era cierto que
esa vaca podía llenar tantas cantinas de leche como nunca se había visto. A
este hombre que podía transformar con elocuentes expresiones las cosas más
sencillas, lo vi la noche del funeral de su hijo, silencioso y firme como un viejo
roble que estaba siendo azotado por el vendaval de su dolor interno. Ni una
sola hoja húmeda vi caer de sus ojos.
La casualidad de la vida hizo que él
coincidiera no hace mucho en la misma clínica en la que estaba internada mi
madre en una ciudad distante de casa; para alegría de nosotros, mi madre pudo
retornar a nuestro hogar, pero él terminó su existencia lejos de su terruño. Es
una pena ese destierro final para una persona que vivió por tantos años
trabajando la tierra que le dio sustento.
No lo velaran en la capilla que ayudó a
construir con sus manos, estará en la casa comunal que queda frente a la casa
de mis padres. El último y tremendo aguacero que cayó la tarde que supimos de
la noticia de su partida, rebosó los canales de desagüé e inundó el recinto. El
agua se escurría a borbotones del techo y entraba por las ventanas sin vidrio,
anegaba el salón y salía por debajo de las puertas. Sus deudos y amigos se
armaron de escobas y traperos para adecuar el espacio para su adiós.
Fue como la última hipérbole de don Raúl antes
de su despedida.
John Montilla (10-II-2024)
Relatos de mis memorias
Imagen tomada de internet
Historias: jmontideas.blogspot.com