domingo, 20 de abril de 2025

UN CUARTO DE SIGLO DESPUÉS

Cuento

Por: John Montilla

Un cuarto de siglo después aún conservo las llaves de la casa donde vivía cuando era estudiante. La nostalgia me había llevado hasta allá, guardaba la esperanza de encontrar a la dueña sentada en su sillón viendo televisión como tantas otras veces. En la callejuela todo daba la sensación de abandono y soledad, aunque me pareció notar el rostro de una anciana que se ocultaba tras unas cortinas a mis espaldas. Observé con atención, pero no miré a nadie. Entonces de manera atrevida decidí entrar a la casa como el inquilino que fui antaño. Abrí la puerta y la imagen que vi me llevó al lejano primer día de mi llegada: “Me llamo Susana”- dijo la dueña - ¿Cómo se llama usted? Juan, le respondí y agregué: mi madre tiene el mismo nombre suyo. Ella, había abierto los ojos un tanto asombrada y con nostalgia susurró. “Sabe, mi hijo también se llamaba Juan, murió hace un par de años en un accidente.”  La conexión de nuestros nombres pareció haberle dado confianza, y a pesar de sus ojos aguados por el recuerdo, procedió a indicarme la habitación que había sido de su hijo. Me quedé allí tres años.  Un cuarto de siglo después había regresado. Sorprendentemente, mientras afuera todo parecía ruinas, al interior todo se veía impecable, un agradable aroma a lavanda se sentía en el ambiente, la mesita de vidrio de la sala se veía reluciente, en ella un jarroncito lleno de lozanas flores se robaba la vista. No se veía ni una sola mota de polvo por ningún lado. En las repisas las estatuillas de cerámica se veían brillantes. Los adornos, la mesa de vidrio del comedor, el piso, todo, absolutamente todo estaba pulcro. La vieja costumbre me llevó a la nevera por un poco de agua y en ella también pude ver frutas y verduras frescas.  La eterna jarra del agua estaba allí, agarré un vaso de cristal y me serví un poco, estaba helada, deliciosa como siempre. Todo limpio, sin embargo, era evidente que desde hacía tiempos no había nadie allí. A pesar de la intriga, entré a lo que era mi cuarto, abrí la puerta del closet y vi algunas de mis prendas, estaba seguro de haber llevado todo. Luego salí al patio y también descubrí ropa mía secándose al sol. ¿Cuánto tiempo llevaba eso allí? Imposible decirlo, sabía que de esas prendas me había desprendido hace años, pero allí estaban siendo agitadas por una incipiente calurosa brisa. Fui a la cocina y vi como en el ayer la olla grande repleta de agua hervida, el recipiente estaba lleno de líquido aún tibio, como si recién hubieran apagado la estufa. Lo extraño era que no había nadie, parecía que dejaron aseando la casa antes de marcharse. Todo tranquilo y silencioso como en los viejos tiempos. La única ocasión que se interrumpió la tranquilidad fue la vez que se nos metió una locomotora : Una noche la casa tembló y el techo pareció dar saltos, las paredes se sacudieron y los cuadros perdieron el equilibrio, las delicadas figuras de porcelana estuvieron a punto de caer de las pequeñas repisas, los jarrones de cristal casi se rompen y los tiernos serafines casi salen volando; el vidrio de la mesa del comedor estuvo a punto de partirse como una galleta, el salero se derramó en la mesa, la puerta de la nevera se abrió de golpe, los huevos que allí había crujieron, una bolsa de leche abierta se ladeó un poco y empezó a gotear el blanco líquido, el control remoto se cayó al piso y el televisor se prendió justo cuando pasaban las noticias de un terremoto en el otro lado del mundo. La dueña enfundada en una pijama de grandes flores de colores se levantó espantada señalando la puerta de la habitación del recién llegado inquilino.  El ronco trepidar de la locomotora venía de ese cuarto. Confieso que nunca en mi vida había escuchado a alguien roncar con la fuerza y la sonoridad con que lo hizo ese señor. Muy temprano al día siguiente la doña le pidió la habitación al ruidoso señor. Pobre hombre, me pregunto que habrá sido de su ruidosa existencia. Pero ahora, silencio, todo quietud, pero un silencio que lastimaba los recuerdos. De repente sentí frio y miedo, y justo entonces se abrió la puerta y entró la dueña, me saludó como si me hubiera visto el día anterior y se metió en su cuarto, del cual salió un olor pestilente. Yo me había quedado sin habla, el temor me llevó a la entrada, abrí y salí. Quise asegurar la puerta, pero noté que ya no tenía las llaves. Tampoco me habrían servido en la ahora oxidada cerradura, y entonces escuché a la anciana asomada a la ventana de enfrente que me dijo: “A la vecina la mató la peste hace tiempos.”

***

John Montilla (2024)

Fotomontaje: Imágenes tomadas de internet.

jmontideas.blogspot.com

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