domingo, 16 de junio de 2024

UN GRAN PADRE

 Por. John Montilla

Nuestro padre fue un hombre humilde, que nació en uno de esos pintorescos y bellos pueblos de Nariño de antaño, donde era todo un espectáculo ver florecer las matas de papa y se podía contemplar las espigas de cebada ondeadas por los fríos vientos sureños. Pero un viento distinto hace muchos años lo empujo al Putumayo y acá vino, labró su destino, creo a su familia y se quedó para siempre.

Nuestro padre vivió muchas experiencias a lo largo de su vida, algunas dignas de ser contadas; es una pena que en otros tiempos no lo escuchara con la misma atención con la que ahora escucho las historias que me cuentan. Quizás porque en esos tiempos yo estaba demasiado entretenido con todos los libros y revistas que caían en mis manos.

Pero con los pocos registros que tengo puedo hacer una idea de cómo él miraba con nostalgia las cosas de los tiempos pasados. Creo que a pesar de ser un hombre bastante práctico tenía una visión fantástica del mundo.  Por ejemplo, por cuestiones de su trabajo alguna vez estuvo en Puerto Leguizamo y muchos años después su recuerdo latente era de un rio absolutamente repleto de peces de todos los tamaños y de calles llenas de vendedores de pescado exhibiendo su producto en improvisados puestos callejeros. Él solía repetir muchas veces que había peces como arroz y había visto unos peces tan grandes como bueyes. Quizás nunca comprendí muy bien esa comparación, pero me alcanzaba la imaginación para hacerme una idea del tamaño de esos monstruos.  Aunque de lo que él se admiraba y recordaba cuando en casa comíamos pescado era de haber conocido a un compañero que solía comer ese alimento con espinas y todo. Eso le parecía una cosa increíble que nunca olvidó y por supuesto hasta su último día estuvo convencido que ese rio lleno de peces con ese pueblo de ensueño aún existía.

En eso coincidíamos: yo amo la imaginación y él la creaba o me inspiraba a crearla, en sus últimos años estaba convencido de haber ayudado a construir muchas de las cosas que existen en nuestro pueblo, al fin y al cabo, su trabajo de obrero departamental lo llevó a trasegar por cuanta obra se estuviera ejecutando. Me viene a la memoria ese viejo proyecto de construcción de una hidroeléctrica para Mocoa y a él le tocó esa aventura de internarse en los montes cuando se estaban haciendo los estudios técnicos de esa idea, con tal mala fortuna que cierta vez el machete que blandía para abrirse brecha en el bosque dio de lleno contra un panal de abejas africanas que estuvieron a punto de acabar con su vida. De ahí que me quedé con la impresión de que mi padre había lidiado con otros terribles monstruos a los que desde entonces aún les guardo temor.

Nuestro padre fue un guerrero de muchas batallas, siendo niño recuerdo haber visto a mi madre preocupada porque llegó el rumor de que algo negativo había ocurrido, nunca supe que sucedió. Hasta hace poco intenté averiguarlo, pero me fue imposible. Tan sólo puedo anotar que de ese lejano día recuerdo la imagen del gallo más descomunal que yo había visto en mi vida y que alguien llevó a la casa. Fue como una señal de que mi padre iba a dar la pelea cualquiera haya sido el problema. Siempre asocié a mi padre con cosas grandes. Alguna vez trabajando juntos; aún era un niño, pero me dijo que le gustaría que yo llegara a ser el alcalde del pueblo. Como todo padre tenía grandes sueños para sus hijos.

 Su firmeza y convencimiento tal vez lo llevaban a ello. Él tenía un compañero de trabajo a quien le decía cariñosamente “conejo” y dicho señor sabía revirarle con un tono especial “Templado”, ese fue su apodo por un tiempo, creo que cuando murió don Victoriano Navarro, “el conejo”, también murió el apodo de mi padre, casi nadie más se lo decía. eso era él y lo sabía repetir. “Yo soy templado para el trabajo”, un hombre de temple. Fue como esos robles antiguos, duro, fuerte, con una resistencia a toda prueba; curtido por el trabajo, hecho a pala, hacha, machete, azadón, serrucho, puntillas, martillos y cuanta herramienta manual se pueda mencionar. Un hombre que en otros tiempos reconocía la madera con sólo olerla o palparla con sus manos. Que nunca le decía no a una tarea por hacer, y que no nos podía ver a nosotros sus hijos sin estar haciendo nada productivo. Nos enseñó a trabajar y sobre todo nos inculcó el que debíamos ser honrados. “El que trabaja no come paja” era una de sus frases favoritas. Triste fue el momento en que se despidió de las herramientas que lo acompañaron durante toda su vida, para tomar un bordón que lo ayude a soportar el paso ineludible del tiempo.

Todos somos unas frágiles fichas en el juego de la vida.

Recuerdo sus maratónicos encuentros de parqués con un grupo de vecinos. Quedó grabado en mi memoria, un lejano ya, 31 de diciembre en que un cuarteto, inició una partida de parqués en horas de la tarde y siguieron de largo hasta que los agarró el año nuevo. Pararon un momento para saludar a familiares y amigos que llegaban hasta la mesa a darles el abrazo de año nuevo y luego siguieron de largo jugando como hasta las nueve de la mañana del primero de enero, mientras la vecindad seguía la parranda. Las apuestas de ellos eran simples monedas, ganas de pasar el tiempo. Pero el tiempo sigue pasando y de aquellos legendarios jugadores ya muy pocos sobreviven. El tablero terminará por quedarse sólo.

En los últimos años ya no jugaba a apostar monedas, tan sólo se sentaba a observar mientras no le vencía el sueño. Cuando no estaba en la vecindad se nos escapaba para el mercado, donde tenía varios amigos y conocidos y de paso el aprovechaba para merendar para luego retornar a casa y la hora de las comidas decir:” Yo quiero poquito no más” o “Si me van a dar denme poquito o sino no me den nada”. Por supuesto en casa nunca se le negó la comida.

A pesar de que él estudió sólo un año en la primaria, se sabía las tablas de multiplicar de memoria y era bueno para hacer cuentas,  en los últimos años cuando iba a casa de mis padres, me percaté de que mientras esperaba que le sirvieran su cena, se ponía a leer cualquier cosa que tuviera a mano, ojeaba cuadernos de los niños o lo que sea que tuviera algo escrito, motivo por el cual hubo un tiempo en que le dejaba a propósito algo para que leyera, aún hoy me sorprende su capacidad visual, jamás usó gafas. Siempre conservó cierta jocosidad, picardía y curiosidad; fue un hombre juguetón, le gustaba jugar canicas y trompos con los niños en las calles.  A sus nietos como pequeño legado les enseñó a jugar parqués y dominó.

Hay tanto por decir, pero por ahora con la nostalgia y resignación de las hojas de los calendarios que cayeron, cierro estas memorias con una de las frases que durante varios años y que incontables veces repitió a familiares, amigos y conocidos: “Me voy para el Ecuador”.  Y ahora de verdad se ha marchado, pero no a ese destino que el señalaba sino hacia uno más distante e infinito: la eternidad.

 Buen viaje, hasta siempre amado padre.

Gabriela y su abuelo

John Montilla (17-VII-2023)

Relatos de mis memorias.

Texto e Imagenes :jmontideas.blogspot.com

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