Por. John Montilla
Nuestro padre fue un hombre
humilde, que nació en uno de esos pintorescos y bellos pueblos de Nariño de
antaño, donde era todo un espectáculo ver florecer las matas de papa y se podía
contemplar las espigas de cebada ondeadas por los fríos vientos sureños. Pero
un viento distinto hace muchos años lo empujo al Putumayo y acá vino, labró su
destino, creo a su familia y se quedó para siempre.
Nuestro padre vivió muchas experiencias
a lo largo de su vida, algunas dignas de ser contadas; es una pena que en otros
tiempos no lo escuchara con la misma atención con la que ahora escucho las
historias que me cuentan. Quizás porque en esos tiempos yo estaba demasiado
entretenido con todos los libros y revistas que caían en mis manos.
Pero con los pocos registros
que tengo puedo hacer una idea de cómo él miraba con nostalgia las cosas de los
tiempos pasados. Creo que a pesar de ser un hombre bastante práctico tenía una
visión fantástica del mundo. Por ejemplo,
por cuestiones de su trabajo alguna vez estuvo en Puerto Leguizamo y muchos
años después su recuerdo latente era de un rio absolutamente repleto de peces
de todos los tamaños y de calles llenas de vendedores de pescado exhibiendo su
producto en improvisados puestos callejeros. Él solía repetir muchas veces que
había peces como arroz y había visto unos peces tan grandes como bueyes. Quizás
nunca comprendí muy bien esa comparación, pero me alcanzaba la imaginación para
hacerme una idea del tamaño de esos monstruos.
Aunque de lo que él se admiraba y recordaba cuando en casa comíamos
pescado era de haber conocido a un compañero que solía comer ese alimento con
espinas y todo. Eso le parecía una cosa increíble que nunca olvidó y por
supuesto hasta su último día estuvo convencido que ese rio lleno de peces con
ese pueblo de ensueño aún existía.
En eso coincidíamos: yo amo la
imaginación y él la creaba o me inspiraba a crearla, en sus últimos años estaba
convencido de haber ayudado a construir muchas de las cosas que existen en
nuestro pueblo, al fin y al cabo, su trabajo de obrero departamental lo llevó a
trasegar por cuanta obra se estuviera ejecutando. Me viene a la memoria ese
viejo proyecto de construcción de una hidroeléctrica para Mocoa y a él le tocó
esa aventura de internarse en los montes cuando se estaban haciendo los
estudios técnicos de esa idea, con tal mala fortuna que cierta vez el machete
que blandía para abrirse brecha en el bosque dio de lleno contra un panal de
abejas africanas que estuvieron a punto de acabar con su vida. De ahí que me
quedé con la impresión de que mi padre había lidiado con otros terribles monstruos
a los que desde entonces aún les guardo temor.
Nuestro padre fue un guerrero
de muchas batallas, siendo niño recuerdo haber visto a mi madre preocupada
porque llegó el rumor de que algo negativo había ocurrido, nunca supe que
sucedió. Hasta hace poco intenté averiguarlo, pero me fue imposible. Tan sólo
puedo anotar que de ese lejano día recuerdo la imagen del gallo más descomunal
que yo había visto en mi vida y que alguien llevó a la casa. Fue como una señal
de que mi padre iba a dar la pelea cualquiera haya sido el problema. Siempre
asocié a mi padre con cosas grandes. Alguna vez trabajando juntos; aún era un
niño, pero me dijo que le gustaría que yo llegara a ser el alcalde del pueblo. Como
todo padre tenía grandes sueños para sus hijos.
Todos somos unas frágiles fichas en el juego de
la vida.
Recuerdo sus maratónicos encuentros de parqués
con un grupo de vecinos. Quedó grabado en mi memoria, un lejano ya, 31 de
diciembre en que un cuarteto, inició una partida de parqués en horas de la
tarde y siguieron de largo hasta que los agarró el año nuevo. Pararon un
momento para saludar a familiares y amigos que llegaban hasta la mesa a darles
el abrazo de año nuevo y luego siguieron de largo jugando como hasta las nueve
de la mañana del primero de enero, mientras la vecindad seguía la parranda. Las
apuestas de ellos eran simples monedas, ganas de pasar el tiempo. Pero el
tiempo sigue pasando y de aquellos legendarios jugadores ya muy pocos
sobreviven. El tablero terminará por quedarse sólo.
En los últimos años ya no jugaba a apostar
monedas, tan sólo se sentaba a observar mientras no le vencía el sueño. Cuando
no estaba en la vecindad se nos escapaba para el mercado, donde tenía varios
amigos y conocidos y de paso el aprovechaba para merendar para luego retornar a
casa y la hora de las comidas decir:” Yo quiero poquito no más” o “Si me van a
dar denme poquito o sino no me den nada”. Por supuesto en casa nunca se le negó
la comida.
A pesar de que él estudió sólo un año en la
primaria, se sabía las tablas de multiplicar de memoria y era bueno para hacer
cuentas, en los últimos años cuando iba
a casa de mis padres, me percaté de que mientras esperaba que le sirvieran su
cena, se ponía a leer cualquier cosa que tuviera a mano, ojeaba cuadernos de
los niños o lo que sea que tuviera algo escrito, motivo por el cual hubo un
tiempo en que le dejaba a propósito algo para que leyera, aún hoy me sorprende
su capacidad visual, jamás usó gafas. Siempre conservó cierta jocosidad,
picardía y curiosidad; fue un hombre juguetón, le gustaba jugar canicas y
trompos con los niños en las calles. A sus
nietos como pequeño legado les enseñó a jugar parqués y dominó.
Hay tanto por decir, pero por ahora con la nostalgia y resignación de las hojas de los calendarios que cayeron, cierro estas memorias con una de las frases que durante varios años y que incontables veces repitió a familiares, amigos y conocidos: “Me voy para el Ecuador”. Y ahora de verdad se ha marchado, pero no a ese destino que el señalaba sino hacia uno más distante e infinito: la eternidad.
John Montilla (17-VII-2023)
Relatos de mis memorias.
Texto e Imagenes :jmontideas.blogspot.com
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