lunes, 17 de junio de 2024

NUESTROS VIEJOS

 Por. John Montilla



Un domingo de sol vi a don Florencio, uno de los ya pocos fundadores del barrio que aún nos quedan, quien pasaba justo frente a la casa de otro vecino que había abandonado este mundo terrenal después de más de noventa años de existencia: Don Marcos Ojeda, un hombre trabajador de toda una vida, de la misma extirpé de mi padre, de esos hombres fuertes que fueron forjados en ese molde de roble del siglo pasado.  Hombres humildes cuya fortaleza fue el espíritu incansable de trabajar para sostener y sacar avante a sus familias. Uno de sus hijos, en una de sus plegarias agradecía por el privilegio de haber podido compartir con su padre por tanto tiempo: “Gracias Dios por todo, no tengo nada que reclamar …  fue perfecto tu plan para mi padre.”

Don Marcos, ya no está, y me quedan entre los recuerdos los saludos que compartíamos cuando lo veía sentado descansando en uno de los andenes de la vecindad. Y es allí donde de pura casualidad me saludo con don Florencio, y entonces siento cierta alegría interior por tener el privilegio de ver aún por esas calles - que guardan tantas historias - a esas personas que igualmente han llenado parte de mi paso por este mundo.

Pero, al seguir mi recorrido, después del saludo, me golpea el látigo de la nostalgia al pensar en todos aquellos de “nuestros viejos” que ya no están. Y me pongo a pensar que, a parte de su presencia, también se llevaron para siempre sus nombres, algunos bíblicos, otros tomados del legendario almanaque Bristol, o de aquellas revistas o folletos de agricultura de antaño.  Me vienen a la memoria don Heliodoro, don Campo, don Victoriano, don Enrique, don Ignacio, don Raúl, don Julio, don Desiderio, don Pablo, don Eduardo, doña Nubia, doña Elvia, doña Clarita, doña Marina, doña Ofelia, doña Rosario, doña Colombia, doña Chavita, doña Celina, don Virgilio, mi padre y por supuesto don. Marcos y tantos otros nombres que se pierden en la telaraña de mis recuerdos.

Por eso creo que es de verdad un premio alegre el poder saludar a don Florencio, y verlo todavía deambulando por las callejas por las que caminaron nuestros viejos. Que al igual que todos los antes mencionados, trajinó su vida entre el trabajo y su familia.  Gratos recuerdos de antaño cuando en épocas decembrinas su casa se convertía en el epicentro donde terminaba la rumba de la vecindad. Su esposa doña Clarita, una mujer festiva y de muy buen ambiente acogía a cuanto vecino llegara a bailar en el amplio patio de su casa. Nunca más las navidades en el barrio volvieron a ser las mismas desde su ya lejana partida.  Pero pese a esa irremediable pérdida don Florencio supo persistir y su presencia es un monumento andante de épocas pasadas.

Recuerdo cierto día que su hijo, técnico-electricista estaba realizando un trabajo en las alturas, abrazando los cielos bajo un sol inclemente, y don Florencio, se las arregló para hacerle llegar una fresca limonada usando cuerdas que su hijo le descolgó hasta los suelos. El amarró un recipiente en una mochila y su hijo la subió hasta donde estaba. Ver la satisfacción de ambos, el uno deleitando el líquido en lo alto y el otro contemplándolo desde el piso, fue un cuadro digno que representaba el amor filial.  ¡Como no sentirse orgulloso y contento de tener aún entre nosotros ese tipo de personas! Larga vida para don Florencio. Larga vida para nuestros viejos del barrio que aún nos alegran la existencia con su presencia.

***

John Montilla (19-III-2024)   Relatos de mis memorias.

Imagen tomada de internet

 

DON RAÚL

Don Raúl ha dejado de existir, el nombre quizás no le dirá nada a mucha gente, muchas personas dejaremos este mundo al igual que él; es decir, nos marcharemos en un silencio únicamente roto por los más cercanos; pero cada uno de nosotros tenemos nuestra historia, tan sólo se necesita alguien que escriba, aunque sea unas pocas líneas para notificar la partida.

 La última vez que hablamos, él estaba al borde de las lágrimas, creo que no tanto por el dolor de su hijo asesinado, sino por la impotencia de no tener donde velarlo. Un hombre humilde, curtido por toda una vida de trabajo, se quejaba entre ofuscado y triste porque no le permitían usar la capilla del barrio para un velorio.  Me decía: “Yo con su papá hace ya varios años ayudamos a cargar piedra y arena del río para la construcción de esa edificación y ahora que de verdad la necesito, no la puedo usar.” Pues aparentemente habían decidido usar la capilla sólo para celebraciones eucarísticas. A eso ni él ni yo le encontramos ningún sentido.

 Le di la razón a ese padre afligido, ¡Cómo no usar ese gran salón para algo más humano que un velorio!  Al parecer quien tenía las llaves del lugar no estaba en la localidad. Ofrecí incluso pagar un cerrajero si era necesario para abrir esas puertas; por fortuna gracias a la gestión de la comunidad no fue necesario pasar a vías de hecho y don Raúl pudo velar a su hijo en el barrio en el que había vivido por mucho tiempo.

 Así creo que fue gran parte de su vida, una lucha continua. La avalancha que sufrió nuestro pueblo se le llevó hasta los cimientos de la casa donde vivió y trabajó por varios años haciendo y vendiendo ladrillos de cemento artesanales. Por suerte, vivió para contar el día después del desastre. Su narración de la historia debió ser épica; algo así como si otro diluvio universal le hubiera caído encima.  Fue un hombre que tuvo una gran capacidad de usar la palabra de forma bastante expresiva para narrar las cosas simples de su vida. En sus narraciones las cosas se hacían más grandes. Si en sus trajines a los bosques se topaba con una simple serpiente él te podía pintar el episodio como si hubiera visto el más descomunal animal de la selva. Algunos desdeñaban sus palabras, pero a mí de niño me gustaba la elocuencia con que contaba sus historias.

 Alguna vez le escuché a alguien decirle de forma peyorativa: “El ganadero pobre”, pues aparentemente tenía una sola vaca, pero al parecer él hablaba de ella como si tuviera todo un hato ganadero. No sabría afirmar si eso era verdad, tampoco puedo ya corroborar si era cierto que esa vaca podía llenar tantas cantinas de leche como nunca se había visto. A este hombre que podía transformar con elocuentes expresiones las cosas más sencillas, lo vi la noche del funeral de su hijo, silencioso y firme como un viejo roble que estaba siendo azotado por el vendaval de su dolor interno. Ni una sola hoja húmeda vi caer de sus ojos.

 La casualidad de la vida hizo que él coincidiera no hace mucho en la misma clínica en la que estaba internada mi madre en una ciudad distante de casa; para alegría de nosotros, mi madre pudo retornar a nuestro hogar, pero él terminó su existencia lejos de su terruño. Es una pena ese destierro final para una persona que vivió por tantos años trabajando la tierra que le dio sustento.

 No lo velaran en la capilla que ayudó a construir con sus manos, estará en la casa comunal que queda frente a la casa de mis padres. El último y tremendo aguacero que cayó la tarde que supimos de la noticia de su partida, rebosó los canales de desagüé e inundó el recinto. El agua se escurría a borbotones del techo y entraba por las ventanas sin vidrio, anegaba el salón y salía por debajo de las puertas. Sus deudos y amigos se armaron de escobas y traperos para adecuar el espacio para su adiós.

Fue como la última hipérbole de don Raúl antes de su despedida.

 


John Montilla (10-II-2024)

Relatos de mis memorias

Imagen tomada de internet

Historias: jmontideas.blogspot.com

 

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