Por: John Montilla
En la mañana, al despertarme,
las veo inmóviles junto a mi cama
como dos perros guardianes impasibles
que han pasado la noche despiertos.
No duermen, no sueñan.
Tan solo esperan.
Heladas al tacto,
guardan la memoria de la noche.
Las tomo,
y ella aceptan otro pulso.
Con un ritmo aprendido a la fuerza,
entonan una música rústica
donde cada golpe contra el suelo
es una sílaba que marca el compás del breve avance.
Un sonido monótono de caucho.
En cada “toc-toc” dialogando con el piso
hay un eco de herida que se cierra
y un suspiro de libertad que se pospone.
Sois la jaula que me protege,
el castigo que me salva.
Me habéis enseñado la lentitud,
a mirar las baldosas una a una,
a saludar a las hormigas.
También me habéis robado
la carrera impaciente,
el salto hacia el charco,
la danza sin aviso.
Con ellas, el mundo se acerca lento.
El cuarto se vuelve un territorio posible.
La ventana, una conquista pequeña.
En la tarde, cuando el sol cae despacio,
y me apoyo en ellas para verlo,
comprendo que, a veces
la libertad no es correr,
sino llegar,
porque, aún roto,
se puede mirar el cielo.
Y cuando, al anochecer, las dejo descansar,
no como quien abandona,
sino como quien agradece.
Mis dos silenciosas compañeras
quedan allí, en silencio,
como dos signos de pausa,
dos brazos que me abrazan sin calor,
dos puntales de mi paciencia
que esperan el momento exacto
en que ya no las necesite,
porque no están hechas
para quedarse.
Son el puente.
Y todo puente
existe
para ser cruzado.
Ese día vendrá.
Lo saben ellas.
Lo sabe el cuerpo.
Con tranquilidad espero
el día de la despedida.
***
John Montilla (20-XII-2025) Divagaciones
Imagen: IA generated
jmontideas.blogspot.com
LA RODADA DEL TERROR
“Tú no haces nada. Te dejas llevar. Te contentas con
esperar.
Ya no esperas nada. Ya no esperas siquiera que algo cambie.
Todo es igual. Los días se suceden, idénticos, inmóviles.”
— Georges Perec
Estás acostado en una camilla, en el centro de ese frío
cuarto de cirugías, semidesnudo, únicamente cubierto con una incipiente bata
que parece de papel.
A pesar del dolor que sientes en la pierna estropeada, te
piden que te sientes y escuchas una voz que te ordena:
—Agache la cabeza hacia adelante.
Sientes que te frotan un gel helado en la espalda.
Te estremeces, pero no de frío; tiemblas, piensas que son
solo nervios.
Nunca antes habías estado en una situación semejante.
Te sientes solo en el mundo.
Te dicen que te van a aplicar anestesia en la médula
espinal.
Pides unos segundos para hacer ejercicios de respiración y
relajarte.
Un sutil pinchazo en la espalda te deja inerme en el mundo.
Hay varias voces a tu alrededor; sientes una mano que te
adhiere al cuerpo algunos electrodos.
Tu pierna siente leves corrientazos y, momentos después,
comienzas a flotar en el espacio.
Te imaginas que así deben de sentirse los astronautas.
Antes de que la anestesia te robe del todo la conciencia,
un pensamiento te arrastra al día anterior: entras acostado en una camilla a la
clínica, ya de noche. Te ves en un pasillo lleno de pacientes en sus camas, y
en las paredes y techos, un sinnúmero de espantajos. Las paredes están
tapizadas con telarañas y arañas artificiales, docenas de murciélagos,
monstruos ahorcados, brujas volando en escobas, burlonas calaveras junto a
irónicos mensajes.
Por algunos minutos recorres ese tramo, y entonces
concluyes que ese sí es una “verdadera rodada del horror”, que termina cuando
ingresas en un frío y metálico ascensor, lo cual te parece como si estuvieras
entrando por las puertas del mismísimo infierno.
Y ahora ese viaje te tiene ahí: inerte, indefenso.
Tu vida depende de quienes intervienen en tu cuerpo.
Otra vez no puedes evitar estremecerte; tratas de
controlarlo pensando en cosas positivas, pero las voces que hablan de asuntos
absolutamente fuera de lugar te confunden.
Escuchas hablar de redes sociales, de llevar el carro al
mecánico, de los sitios donde venden las mejores hamburguesas… al tiempo que
también se dicen:
—Pásame tal instrumento.
—Revísale el pulso al paciente.
El tiempo pasa. Tu cuello comienza a doler; tus brazos,
abiertos en cruz, se sienten ya rígidos.
Estiras los dedos para paliar la fatiga.
Intentas pensar en cosas bonitas o lógicas —contar,
recordar palabras en inglés—, pero tu mente mezcla ovejas con unicornios, y ese
río de aguas claras en el que sueñas bañarte se queda en gigantescas piedras.
Un par de muletas bailan frente a la luna, como si
celebraran tu caída.
Apareces en un cuarto que está al revés y ves todas las
cosas en el techo.
Piensas que te estás volviendo loco y, para retomar la
cordura, comienzas a respirar con pausas controladas.
Entonces vagamente recuerdas a ese repentino perro que se
te cruzó en el camino mientras conducías tu motocicleta rumbo al trabajo, y te
hizo caer con un impulso tan grande que te fue a dejar tirado en un mundo de
sueños y pesadillas.
***
John Montilla (9-11-2025)
Divagaciones y Relatos de mis memorias
Imagen: IA
jmontideas.blogspot.com


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