Por: John Montilla
Minutos antes el pintor había entrado bromeando a la
oficina que a esa hora de la tarde se veía solitaria, y haciendo un gesto de
pistola con su mano derecha encañonó a la secretaria al tiempo que le decía:
—Esto es un atraco, no se mueva y deme todo el dinero que
tenga.
Ella le había respondido con una sonrisa y una frase de
reproche:
—No diga eso, porque a veces esas cosas pasan.
—Pues sí —dijo él, como de forma premonitoria—, es que veo
esto como muy tranquilo y solo.
Luego volvió a seguir pintando el segundo piso de la
oficina.
Al rato, desde el balcón en que se encontraba, escuchó
cierto estrépito en la parte baja y el grito de la secretaria. La palabra
“¡ladrón!, ¡ladrón!” le llegó muy clara, y justo cuando se asomó, alcanzó a ver
a un tipo que parecía guardarse algo y que llevaba un arma en la mano. No
necesitó hacer muchas conjeturas para imaginarse lo que acababa de suceder.
Entonces, sin pensarlo dos veces, agarró el cubo de pintura y le arrojó su
contenido al delincuente.
El impacto fue perfecto. Un chorro grueso, denso, de un
azul intenso como cielo licuado cayó sobre el ladrón, empapándolo de pies a
cabeza. La pintura le cubrió la ropa, el cabello, las manos, los zapatos y el
rostro, porque en el último instante había alcanzado a divisar el peligro y
levantado su arma; pero, aturdido por el inesperado ataque y en el afán de
quitarse la ceguera, el revólver cayó al piso como un azulejo muerto en un
charco azul. Al tiempo, grandes y pesadas gotas de pintura comenzaron a chorrear
de todo su cuerpo.
El hombre, desesperado, siguió huyendo. La calle desierta
se lo facilitaba, pero ahora cada paso que daba dejaba un rastro: huellas
nítidas, perfectamente marcadas en el pavimento. Un rastro imposible de
ignorar. Un irregular camino azul se fue marcando en su recorrido. Corriendo y
limpiándose el rostro a manotazos llegó hasta la esquina próxima, y pasos más
allá se metió por un callejón. Luego saltó al solar de un hotel barato y pasó
por entre la ropa recién tendida que se secaba al sol. Agarró una sábana blanca
para limpiarse. Un irregular rostro azul quedó allí estampado. La pintura, que
seguía chorreando en gotas gruesas, manchó camisas, sábanas, una toalla
infantil; en fin, el tendedero quedó hecho un desastre. La dueña, con un palo
de escoba en la mano, solo atinó a agarrarse la cabeza antes de ponerse a
gritar histéricamente:
—¡Agárrenlo, agárrenlo!
Pero el fugitivo ya había saltado la tapia para seguir en
su huida. Ya la alarma estaba declarada.
El ladrón intentó limpiarse las manos en una pared, con lo
cual consiguió dejar la marca perfecta de su mano abierta, como cuando los
niños juegan con cosméticos en el carnaval. Luego se quitó la camisa y la tiró;
aquello solo empeoró su aspecto: ahora chorreaba pintura desde la piel misma,
como si el pigmento hubiera decidido adoptarlo. El rastro ya era una especie de
guía turística: un itinerario azul mostrando cada paso del fugitivo.
Algunos chiquillos comenzaron a seguirlo, comentando entre
risas que parecía “un hombre Pitufo” o “un extraterrestre azul”. La gente, si
no lo hubiera visto correr, habría creído que un pintor borracho se paseaba por
las calles lanzando pinceladas al azar.
Hasta la policía, cuando llegó, se limitó a observar el
camino de manchas y deducir lo obvio:
—No necesitamos perros —dijo uno—. Este tipo se rastrea
solo.
Pasos más adelante, el ladrón, ya resignado, se sentó en
una banca que había debajo de un árbol. Su marca azul chorreante iba con él. Se
miró los zapatos completamente anegados y pegajosos; como pudo, se desató los
cordones y se los sacó. Los tiró a un lado, fastidiado ya de ver sus huellas en
el camino. Luego, como pudo, se sacó los húmedos pantalones y los dejó caer al
suelo. Puso el fallido botín en la banca y, en calzoncillos, se dispuso a
esperar su destino. Paradójicamente, un reluciente cielo azul despedía la caída
de la tarde. Fastidiado, el hombre no podía ni cerrar los ojos por temor a que
se le quedaran pegados. El azul del día fue parte del castigo por su fechoría.
En cuanto al pintor, untado de azul, había optado desde el
primer momento por no bajar del balcón, no fuera que lo relacionaran con el
ladrón. Aun así, no podía evitar cierta alegría íntima: al fin y al cabo
—pensó—, uno no todos los días tiene la oportunidad de dejar su obra firmada
por la ciudad entera.
John Montilla (4-XII-2025)
Divagaciones
Imagen: IA generated
jmontideas.blogspot.com


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