lunes, 29 de diciembre de 2025

EL RASTRO AZUL

 Por: John Montilla

Minutos antes el pintor había entrado bromeando a la oficina que a esa hora de la tarde se veía solitaria, y haciendo un gesto de pistola con su mano derecha encañonó a la secretaria al tiempo que le decía:

—Esto es un atraco, no se mueva y deme todo el dinero que tenga.

Ella le había respondido con una sonrisa y una frase de reproche:

—No diga eso, porque a veces esas cosas pasan.

—Pues sí —dijo él, como de forma premonitoria—, es que veo esto como muy tranquilo y solo.

Luego volvió a seguir pintando el segundo piso de la oficina.

Al rato, desde el balcón en que se encontraba, escuchó cierto estrépito en la parte baja y el grito de la secretaria. La palabra “¡ladrón!, ¡ladrón!” le llegó muy clara, y justo cuando se asomó, alcanzó a ver a un tipo que parecía guardarse algo y que llevaba un arma en la mano. No necesitó hacer muchas conjeturas para imaginarse lo que acababa de suceder. Entonces, sin pensarlo dos veces, agarró el cubo de pintura y le arrojó su contenido al delincuente.

El impacto fue perfecto. Un chorro grueso, denso, de un azul intenso como cielo licuado cayó sobre el ladrón, empapándolo de pies a cabeza. La pintura le cubrió la ropa, el cabello, las manos, los zapatos y el rostro, porque en el último instante había alcanzado a divisar el peligro y levantado su arma; pero, aturdido por el inesperado ataque y en el afán de quitarse la ceguera, el revólver cayó al piso como un azulejo muerto en un charco azul. Al tiempo, grandes y pesadas gotas de pintura comenzaron a chorrear de todo su cuerpo.

El hombre, desesperado, siguió huyendo. La calle desierta se lo facilitaba, pero ahora cada paso que daba dejaba un rastro: huellas nítidas, perfectamente marcadas en el pavimento. Un rastro imposible de ignorar. Un irregular camino azul se fue marcando en su recorrido. Corriendo y limpiándose el rostro a manotazos llegó hasta la esquina próxima, y pasos más allá se metió por un callejón. Luego saltó al solar de un hotel barato y pasó por entre la ropa recién tendida que se secaba al sol. Agarró una sábana blanca para limpiarse. Un irregular rostro azul quedó allí estampado. La pintura, que seguía chorreando en gotas gruesas, manchó camisas, sábanas, una toalla infantil; en fin, el tendedero quedó hecho un desastre. La dueña, con un palo de escoba en la mano, solo atinó a agarrarse la cabeza antes de ponerse a gritar histéricamente:

—¡Agárrenlo, agárrenlo!

Pero el fugitivo ya había saltado la tapia para seguir en su huida. Ya la alarma estaba declarada.

El ladrón intentó limpiarse las manos en una pared, con lo cual consiguió dejar la marca perfecta de su mano abierta, como cuando los niños juegan con cosméticos en el carnaval. Luego se quitó la camisa y la tiró; aquello solo empeoró su aspecto: ahora chorreaba pintura desde la piel misma, como si el pigmento hubiera decidido adoptarlo. El rastro ya era una especie de guía turística: un itinerario azul mostrando cada paso del fugitivo.

Algunos chiquillos comenzaron a seguirlo, comentando entre risas que parecía “un hombre Pitufo” o “un extraterrestre azul”. La gente, si no lo hubiera visto correr, habría creído que un pintor borracho se paseaba por las calles lanzando pinceladas al azar.

Hasta la policía, cuando llegó, se limitó a observar el camino de manchas y deducir lo obvio:

—No necesitamos perros —dijo uno—. Este tipo se rastrea solo.

Pasos más adelante, el ladrón, ya resignado, se sentó en una banca que había debajo de un árbol. Su marca azul chorreante iba con él. Se miró los zapatos completamente anegados y pegajosos; como pudo, se desató los cordones y se los sacó. Los tiró a un lado, fastidiado ya de ver sus huellas en el camino. Luego, como pudo, se sacó los húmedos pantalones y los dejó caer al suelo. Puso el fallido botín en la banca y, en calzoncillos, se dispuso a esperar su destino. Paradójicamente, un reluciente cielo azul despedía la caída de la tarde. Fastidiado, el hombre no podía ni cerrar los ojos por temor a que se le quedaran pegados. El azul del día fue parte del castigo por su fechoría.

En cuanto al pintor, untado de azul, había optado desde el primer momento por no bajar del balcón, no fuera que lo relacionaran con el ladrón. Aun así, no podía evitar cierta alegría íntima: al fin y al cabo —pensó—, uno no todos los días tiene la oportunidad de dejar su obra firmada por la ciudad entera.

John Montilla (4-XII-2025)

Divagaciones

Imagen: IA generated

jmontideas.blogspot.com

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