lunes, 29 de diciembre de 2025

ODA A LAS MULETAS

 Por: John Montilla

En la mañana, al despertarme,

las veo inmóviles junto a mi cama

como dos perros guardianes impasibles

que han pasado la noche despiertos.

No duermen, no sueñan.

Tan solo esperan.

Heladas al tacto,

guardan la memoria de la noche.

Las tomo,

y ella aceptan otro pulso.

Con un ritmo aprendido a la fuerza,

entonan una música rústica

donde cada golpe contra el suelo

es una sílaba que marca el compás del breve avance.

Un sonido monótono de caucho.

En cada “toc-toc” dialogando con el piso

hay un eco de herida que se cierra

y un suspiro de libertad que se pospone.

Sois la jaula que me protege,

el castigo que me salva.

Me habéis enseñado la lentitud,

a mirar las baldosas una a una,

a saludar a las hormigas.

También me habéis robado

la carrera impaciente,

el salto hacia el charco,

la danza sin aviso.

Con ellas, el mundo se acerca lento.

El cuarto se vuelve un territorio posible.

La ventana, una conquista pequeña.

En la tarde, cuando el sol cae despacio,

y me apoyo en ellas para verlo,

comprendo que, a veces

la libertad no es correr,

sino llegar,

porque, aún roto,

se puede mirar el cielo.

Y cuando, al anochecer, las dejo descansar,

no como quien abandona,

sino como quien agradece.

Mis dos silenciosas compañeras

quedan allí, en silencio,

como dos signos de pausa,

dos brazos que me abrazan sin calor,

dos puntales de mi paciencia

que esperan el momento exacto

en que ya no las necesite,

porque no están hechas

para quedarse.

Son el puente.

Y todo puente

existe

para ser cruzado.

Ese día vendrá.

Lo saben ellas.

Lo sabe el cuerpo.

Con tranquilidad espero

el día de la despedida.

***

John Montilla (20-XII-2025)    Divagaciones

Imagen: IA generated

jmontideas.blogspot.com




LA RODADA DEL TERROR

“Tú no haces nada. Te dejas llevar. Te contentas con esperar.

Ya no esperas nada. Ya no esperas siquiera que algo cambie.

Todo es igual. Los días se suceden, idénticos, inmóviles.”

— Georges Perec

Estás acostado en una camilla, en el centro de ese frío cuarto de cirugías, semidesnudo, únicamente cubierto con una incipiente bata que parece de papel.

A pesar del dolor que sientes en la pierna estropeada, te piden que te sientes y escuchas una voz que te ordena:

—Agache la cabeza hacia adelante.

Sientes que te frotan un gel helado en la espalda.

Te estremeces, pero no de frío; tiemblas, piensas que son solo nervios.

Nunca antes habías estado en una situación semejante.

Te sientes solo en el mundo.

Te dicen que te van a aplicar anestesia en la médula espinal.

Pides unos segundos para hacer ejercicios de respiración y relajarte.

Un sutil pinchazo en la espalda te deja inerme en el mundo.

Hay varias voces a tu alrededor; sientes una mano que te adhiere al cuerpo algunos electrodos.

Tu pierna siente leves corrientazos y, momentos después, comienzas a flotar en el espacio.

Te imaginas que así deben de sentirse los astronautas.

Antes de que la anestesia te robe del todo la conciencia, un pensamiento te arrastra al día anterior: entras acostado en una camilla a la clínica, ya de noche. Te ves en un pasillo lleno de pacientes en sus camas, y en las paredes y techos, un sinnúmero de espantajos. Las paredes están tapizadas con telarañas y arañas artificiales, docenas de murciélagos, monstruos ahorcados, brujas volando en escobas, burlonas calaveras junto a irónicos mensajes.

Por algunos minutos recorres ese tramo, y entonces concluyes que ese sí es una “verdadera rodada del horror”, que termina cuando ingresas en un frío y metálico ascensor, lo cual te parece como si estuvieras entrando por las puertas del mismísimo infierno.

Y ahora ese viaje te tiene ahí: inerte, indefenso.

Tu vida depende de quienes intervienen en tu cuerpo.

Otra vez no puedes evitar estremecerte; tratas de controlarlo pensando en cosas positivas, pero las voces que hablan de asuntos absolutamente fuera de lugar te confunden.

Escuchas hablar de redes sociales, de llevar el carro al mecánico, de los sitios donde venden las mejores hamburguesas… al tiempo que también se dicen:

—Pásame tal instrumento.

—Revísale el pulso al paciente.

El tiempo pasa. Tu cuello comienza a doler; tus brazos, abiertos en cruz, se sienten ya rígidos.

Estiras los dedos para paliar la fatiga.

Intentas pensar en cosas bonitas o lógicas —contar, recordar palabras en inglés—, pero tu mente mezcla ovejas con unicornios, y ese río de aguas claras en el que sueñas bañarte se queda en gigantescas piedras.

Un par de muletas bailan frente a la luna, como si celebraran tu caída.

Apareces en un cuarto que está al revés y ves todas las cosas en el techo.

Piensas que te estás volviendo loco y, para retomar la cordura, comienzas a respirar con pausas controladas.

Entonces vagamente recuerdas a ese repentino perro que se te cruzó en el camino mientras conducías tu motocicleta rumbo al trabajo, y te hizo caer con un impulso tan grande que te fue a dejar tirado en un mundo de sueños y pesadillas.

***

John Montilla (9-11-2025)

Divagaciones y Relatos de mis memorias

Imagen: IA

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LA VENTANA MÁGICA

 Por: John Montilla

Hace muchos años, a la salida de la escuela, vi en una esquina a un montón de chiquillos apretujados y extasiados frente a la ventana lateral de una casa. La curiosidad me llevó hasta allí y, a empujones, me abrí paso para tratar de enterarme de lo que pasaba.

Y entonces, por primera vez en la vida, la cosa más sorprendente y mágica apareció ante mis ojos. Había una especie de caja brillante, sostenida por unas patas de madera, y dentro de ella las imágenes cobraban vida. Me quedé sorprendido, callado, al igual que el resto de muchachos que, a codazos silenciosos, trataban de acomodarse lo mejor posible para tener la mejor vista, sin romper el hechizo que nos tenía cautivados. Ese día descubrí la televisión.

Mi mente de niño no alcanzaba en ese instante a digerir algo de lo que nunca me habían contado. Se me quedó grabada para siempre esa primera escena de una película de vaqueros: una diligencia con sus caballos al galope, desbocados, iba sin control entre unos riscos y, de repente, un personaje enmascarado, trepado en un árbol, saltó sobre ella justo cuando pasó por debajo. Como pudo cayó sobre el techo del carruaje, con gran riesgo se acomodó en el pescante, agarró las riendas de las bestias descontroladas y finalmente salvó a los pasajeros. Un héroe. Desde entonces amé al Llanero Solitario.

Por supuesto, en los días siguientes uno esperaba con ansias la salida de la escuela para ir a colgarse de la ventana mágica. La puja por conseguir un lugar entre tanta competencia era feroz. Aún hoy siento gratitud por los dueños, que nunca cerraron la ventana y nos permitían observar desde allí. Me pregunto cuántos de ustedes tuvieron que colgarse de una ventana para poder ver televisión.

Algunos tuvimos luego que pagar, comprar algo o hacer algún favor para que en otras casas nos dejaran ver televisión; y, por supuesto, quizás algunos recuerden con pesar que les cerraban las ventanas en las narices. De una publicación reciente, acompañada por una imagen muy similar a lo que acabo de describir, tomé estos fragmentos:

– “En la casa de don Jesús León veíamos tele por debajo de la puerta hace más de 50 años.”

– “Se pagaba veinte centavos o se compraba un helado por ver televisión.”

– “Nosotros no pagábamos nada, pero cuando ya no querían que viéramos más, nos apagaban el televisor.”

– “Me tocaba lavar las cocheras del vecino apenas tenía 7 años.”

– “Me tocaba pagar 10 centavos y si me salía, me tocaba volver a pagar.”

Hace unos pocos años, un primero de enero, un buen amigo fue a buscarme a la casa para invitarme a tomar una cerveza. Fuimos a parar a la tienda que queda frente a la escuela donde estudié mi primaria. Entonces recordé esta historia, le pedí que me esperara un momento y fui a tomar la foto de la ventana mágica donde descubrí por primera vez la televisión. Me pareció que en ese espacio el tiempo se había detenido para siempre.

***

Tomada de Facebook


John Montilla (17-XII-2025)

Relatos de mis memorias

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EL RASTRO AZUL

 Por: John Montilla

Minutos antes el pintor había entrado bromeando a la oficina que a esa hora de la tarde se veía solitaria, y haciendo un gesto de pistola con su mano derecha encañonó a la secretaria al tiempo que le decía:

—Esto es un atraco, no se mueva y deme todo el dinero que tenga.

Ella le había respondido con una sonrisa y una frase de reproche:

—No diga eso, porque a veces esas cosas pasan.

—Pues sí —dijo él, como de forma premonitoria—, es que veo esto como muy tranquilo y solo.

Luego volvió a seguir pintando el segundo piso de la oficina.

Al rato, desde el balcón en que se encontraba, escuchó cierto estrépito en la parte baja y el grito de la secretaria. La palabra “¡ladrón!, ¡ladrón!” le llegó muy clara, y justo cuando se asomó, alcanzó a ver a un tipo que parecía guardarse algo y que llevaba un arma en la mano. No necesitó hacer muchas conjeturas para imaginarse lo que acababa de suceder. Entonces, sin pensarlo dos veces, agarró el cubo de pintura y le arrojó su contenido al delincuente.

El impacto fue perfecto. Un chorro grueso, denso, de un azul intenso como cielo licuado cayó sobre el ladrón, empapándolo de pies a cabeza. La pintura le cubrió la ropa, el cabello, las manos, los zapatos y el rostro, porque en el último instante había alcanzado a divisar el peligro y levantado su arma; pero, aturdido por el inesperado ataque y en el afán de quitarse la ceguera, el revólver cayó al piso como un azulejo muerto en un charco azul. Al tiempo, grandes y pesadas gotas de pintura comenzaron a chorrear de todo su cuerpo.

El hombre, desesperado, siguió huyendo. La calle desierta se lo facilitaba, pero ahora cada paso que daba dejaba un rastro: huellas nítidas, perfectamente marcadas en el pavimento. Un rastro imposible de ignorar. Un irregular camino azul se fue marcando en su recorrido. Corriendo y limpiándose el rostro a manotazos llegó hasta la esquina próxima, y pasos más allá se metió por un callejón. Luego saltó al solar de un hotel barato y pasó por entre la ropa recién tendida que se secaba al sol. Agarró una sábana blanca para limpiarse. Un irregular rostro azul quedó allí estampado. La pintura, que seguía chorreando en gotas gruesas, manchó camisas, sábanas, una toalla infantil; en fin, el tendedero quedó hecho un desastre. La dueña, con un palo de escoba en la mano, solo atinó a agarrarse la cabeza antes de ponerse a gritar histéricamente:

—¡Agárrenlo, agárrenlo!

Pero el fugitivo ya había saltado la tapia para seguir en su huida. Ya la alarma estaba declarada.

El ladrón intentó limpiarse las manos en una pared, con lo cual consiguió dejar la marca perfecta de su mano abierta, como cuando los niños juegan con cosméticos en el carnaval. Luego se quitó la camisa y la tiró; aquello solo empeoró su aspecto: ahora chorreaba pintura desde la piel misma, como si el pigmento hubiera decidido adoptarlo. El rastro ya era una especie de guía turística: un itinerario azul mostrando cada paso del fugitivo.

Algunos chiquillos comenzaron a seguirlo, comentando entre risas que parecía “un hombre Pitufo” o “un extraterrestre azul”. La gente, si no lo hubiera visto correr, habría creído que un pintor borracho se paseaba por las calles lanzando pinceladas al azar.

Hasta la policía, cuando llegó, se limitó a observar el camino de manchas y deducir lo obvio:

—No necesitamos perros —dijo uno—. Este tipo se rastrea solo.

Pasos más adelante, el ladrón, ya resignado, se sentó en una banca que había debajo de un árbol. Su marca azul chorreante iba con él. Se miró los zapatos completamente anegados y pegajosos; como pudo, se desató los cordones y se los sacó. Los tiró a un lado, fastidiado ya de ver sus huellas en el camino. Luego, como pudo, se sacó los húmedos pantalones y los dejó caer al suelo. Puso el fallido botín en la banca y, en calzoncillos, se dispuso a esperar su destino. Paradójicamente, un reluciente cielo azul despedía la caída de la tarde. Fastidiado, el hombre no podía ni cerrar los ojos por temor a que se le quedaran pegados. El azul del día fue parte del castigo por su fechoría.

En cuanto al pintor, untado de azul, había optado desde el primer momento por no bajar del balcón, no fuera que lo relacionaran con el ladrón. Aun así, no podía evitar cierta alegría íntima: al fin y al cabo —pensó—, uno no todos los días tiene la oportunidad de dejar su obra firmada por la ciudad entera.

John Montilla (4-XII-2025)

Divagaciones

Imagen: IA generated

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