Por. John Montilla
“El atardecer, sentado en mis rodillas es como una naranja:
galopan mis días perdidos
de ayer, mis días de hoy duermen.” (Amaia
Montero
Estoy sentado en una esquina del barrio con cientos de naranjas
a mi lado. No sé cómo aparecieron en mi casa, sólo sé que las tengo conmigo
aquí. Quizás las traje de la finca de mi abuelo. Recuerdo que solía haber allá un
árbol rebosante de naranjas; en sus mejores épocas las ramas se inclinaban casi
hasta tocar el piso agobiadas por el peso de sus frutos.
Y hoy siento que tengo aquí la cosecha de muchos meses de ese
bendito árbol, pero no sólo hay naranjas en el andén, me levanto un poco y
alcanzo a ver por la ventana abierta que el cuarto a mis espaldas está igualmente
repleto de frescas naranjas maduras.
Hay naranjas en el piso, encima de los muebles, encima de la
mesita central, e incluso dentro de un florero de cristal que hay sobre ella,
también puedo ver que hay en los estantes de los libros, y el mueble del
televisor. Por donde paseo rápidamente la vista se esconden los frutos. Por eso
estoy aquí, sentado en la esquina del andén, porque debo deshacerme de estas
naranjas, jamás lograría consumirlas todas, así que he decidido compartirlas
con la vecindad y con cuanto transeúnte vaya pasando por la calle, pero
encuentro que hay un problema:
La actual pandemia no permite que nadie se acerque hasta mí,
debo mantener un distanciamiento social obligatorio, las autoridades se han
puesto muy estrictas y drásticas con esa medida sanitaria, y por eso estoy pensando qué hacer para
repartir las naranjas, sin que nadie venga hasta mi casa y de repente se me ocurre
la idea: Como vivo en un barrió que fue construido en terreno plano, y cuyas
calles han sido trazadas con el nivel puesto a precisión, como si de una mesa
de billar se tratara, decido que las voy a mandar rodando una a una hasta la
puerta de la casa de cada vecino. Será como un gigantesco y fantástico juego de
billar con frutas, cuyo objetivo no será insertar las naranjas en las troneras
sino hacer que lleguen a otras bocas.
Y efectivamente eso hago. Agarró una gran naranja, y noto que
es perfectamente redonda como una bola de billar; abrumado como estaba por la
cantidad de frutas a mi alrededor no había reparado en ese detalle, todas era simétricamente
redondas, lo cual le venía muy bien al plan que me había trazado y entonces de
un suave tirón envío la primera naranja por la calle hacia la casa del vecino
de enfrente, el fruto sale perfecta y dócilmente dirigido con precisión matemática
justo hasta su puerta donde él la recoge y con un gesto de su mano me da las
gracias.
Y entonces me percató que todos los vecinos ya están parados en
las puertas de sus casas esperando su turno de recibir sus frutos; a partir de ahí
comienzo un imparable ejercicio de lanzar rodando por las calles y en varias
direcciones una a una todas las naranjas que tengo en mi poder.
Como por arte de magia, mi precisión y velocidad va en
aumento, tanto así, que en un momento dado es posible ver rodar naranjas disparadas
en forma lineal en todas las direcciones, rayos de luz naranja se dibujan en
las calles, los niños asomados a puertas, balcones y ventanas aplauden encantados.
Todas llegan sin falla al destino dirigido. Y poco a poco cada uno va haciendo su montón
de naranjas en el frente de sus casas, de repente veo que el vecino que está
más lejano, se agacha y comienza a enviar las naranjas que ha recibido a
alguien más, a quien no puedo ver, el sol parece más radiante que nunca aquella mañana y un aire fresco que corre es como
una señal divina, que empuja los frutos al lugar deseado; siento que el espíritu
de la solidaridad se despierta aún más allá de donde llega el impulso de mis
manos y fugazmente alcanzó a ver que mis naranjas que poco a poco van
disminuyendo, van rodando hasta el lejano horizonte, hasta alcanzar a llegar a distantes
manos ansiosas que las reciben agradecidas.
Fotomontajes con imágenes de Pixabay e internet
jmontideas.blogspot.com
22-08-2020
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