Por, John Montilla
No le vayan a decir a mi
madre que me he tomado el atrevimiento de tomarle una foto a su vieja cafetera
y la he publicado en las redes sociales, ella no comprendería mis razones, y
por supuesto es posible que tampoco me
lo perdone y lo más grave, quizás ella no vuelva a contarme esas historias que
sabe. Ese es el riesgo que corro al hacer este escrito.
Les voy a contar como
conseguí la foto antes de pasar a las historias que ella a ratos me narra: Aproveché
que la casa estaba solitaria, de otra manera, mi madre no me habría permitido
hacer la fotografía, porque en sus propias palabras “Vos todo lo andas
publicando”. La actual circunstancia de la pandemia, con el aislamiento de la
familia para pasar la cuarentena, me permitió andar por todos los recovecos de
la casa y echarle una mirada de narrador explorador a las cosas que me parecen
que me pueden generar una historia, como por ejemplo esa vieja cafetera.
Ese objeto lleva muchos años
en la cocina de mi madre, ignoraba cuantos,
pero una pregunta que le hice disimulando mi interés, me confirmó que tenía más
de tres décadas. También pude comprobar que era de buena madera; fue elaborado
con “amarillo y achapo” los duchos en el tema comprenderán de que hablo. Y de
ñapa me enteré que mi mismo padre la elaboró en una temporada en que se le
asignó laborar en la sección de carpintería cuando trabajaba en la gobernación.
Él, en su tiempo fue un gran conocedor de maderas. Ese conocimiento ha sido la clave de
la longevidad de esa cafetera. Me
pregunto cuántos cientos de litros de café se han colado en ese objeto casero.
De ahí se ha servido café en todos estos años a propios y extraños. Todo
visitante que llega a la casa, por lo menos se ha tomado una taza de café salida de ese
artilugio de antaño.
Pero, como decía antes, a mi
madre no le gustará saber que estoy haciendo conocer algunas intimidades de la
casa. Ya he tenido con ella varios episodios sobre estos temas, porque ella es
bastante reservada en sus cosas, y también con sus historias; por ejemplo, no
hace mucho a raíz de la pandemia del coronavirus, me estuvo contando que alguna
vez su bisabuela le contó de una epidemia que hubo hace ya varios años en
Ancuya, Nariño, su pueblo natal. Por supuesto que yo creí en su versión, pero
no tenía elementos para comprobarlos hasta que recientemente, una veterana
profesora, y al parecer oriunda de esa misma localidad, publicó un texto en las
redes sociales, en el que narraba y corroboraba parte de esa trágica historia. Además,
pude acceder a un documento oficial del año 1939, en el que presidente de
aquella época, Eduardo Santos, ordenaba unas disposiciones para contrarrestar
el problema sanitario que acabó con la vida de mucha gente en esa época.
Mi madre recordaba que su
bisabuela había dicho: “La gente contagiada de repente daba un salto como si
fuera una gallina con achaque y ahí quedaba quieta para siempre”, una parte de
la narración que leí del hecho dice así:
“La enfermedad se caracterizaba por anemia, fiebre alta, sudoración y aparición de verrugas… ”
Otro fragmento del relato,
nos da más luces sobre la magnitud de ese desconocido suceso: “Ante tanta desesperación por evitar la
epidemia, el padre Alfonso Romo Lucero, solicitó ayuda ante el gobierno
Eclesiástico del Ecuador, de donde le enviaron un médico que resultó peor que
la enfermedad ya que este galeno confundió la enfermedad con fiebre tifoidea y
los medicamentos suministrados no eran los adecuados acelerando la muerte de
los pacientes.
Las cajas mortuorias eran fabricadas por un carpintero del pueblo quien no se daba abasto por la cantidad de muertos que a diario se presentaban, para tan mala suerte que este señor fue contagiado y murió, ante la falta de cajas optaron por trasladar los féretros en chacana y colocarlos fosas que se habían abierto en el cementerio.”
Las cajas mortuorias eran fabricadas por un carpintero del pueblo quien no se daba abasto por la cantidad de muertos que a diario se presentaban, para tan mala suerte que este señor fue contagiado y murió, ante la falta de cajas optaron por trasladar los féretros en chacana y colocarlos fosas que se habían abierto en el cementerio.”
Ancuya, foto antigua, tomada del facebook de Irma Zambrano |
Este pedazo de historia lo aprendí,
gracias a la memoria de mi madre, pero a ella no le gustará que yo lo ande
diciendo a los cuatros vientos. Pero, este tipo de cosas merecen ser
compartidas, así como las vivencias de un legendario señor del que ella a veces
se acuerda unas frases geniales. Yo tenía una serie de apuntes guardado con el
título de “La historia del finado Bauta”, pero un aciago día, mi computador se
dañó y perdí todos esos datos que había recogido en el transcurso de varios
años, y cuando quise pedirle de nuevo que me los contara, no quiso por dos
razones; la una porque ya no se acuerda de todos y la otra porque, según ella,
repito: “todo lo ando publicando”; son pocos los recuerdos que tengo y aspiro
volver a armar el rompecabezas de esa historia, porque me gustaría algún día
mostrarle al mundo quien fue el finado Bauta. Quien según mi madre tenía cosas
como estas:
Él era un hombre muy humilde
y muy buen obrero, pero si un día amanecía lloviendo él simplemente decía:
“Pobre soy, pero así no voy.” O si ya se había ido a trabajar y a media mañana,
también llovía, paraba labores y decía: “Este ratico no le cobro, pero yo por
hoy no trabajo más.” Cuando le servían de comer y veía que la ración era poca
para su gusto, tenía una máxima increíble: “Para poca salud, mejor vivir
enfermo.” De este talante eran mi colección de frases que se perdieron, y al
decirlo aquí me estoy arriesgando a que nunca más mi madre me vuelva a abrir su cajita de
recuerdos, a los cuales les doy un valor inestimable.
También, alguna vez me
contó, que hace muchos años. Una señora que venía de un largo caminar bajo un fuerte sol de verano,
se acercó donde otra que estaba jabonando a orillas de esa bellas quebradas de antaño, y dicha
señora en el colmo de la desfachatez y la insolidaridad le había dicho:
“Camine, vecina y mientras descansa me ayuda a lavar la ropa.” Hasta ahora nos gozamos esa anécdota con mi
madre, y la usamos para reírnos un rato, por eso muchas veces que yo llegó a su
casa a pedir un tinto, me sabe decir: “Mientras descansas, ayúdame a lavar la
loza.” O “Mientras descansas, ayúdame a
pelar algunas papas.” Por supuesto, que
cuando ella va a mi casa, también le tengo lo suyo: “Mientras descansa, ayúdeme
a peinar la niña”, esa frase únicamente la usamos los dos. Estas cosas no
tienen precio.
Son muchas cosas, las que
podría contar, a todos nos ha sido obsequiado el cofre de las historias, nuestra misión es dejarlo abierto para que estas no se queden guardadas y se pierdan en el olvido. Por ahora, comparto sólo esos fragmentos. La foto de la cafetera me
llevó a mencionarlos; entonces me toca reiterar: ¡No le vayan a decir a mi
madre sobre todo esto que acabo de mostrarle al mundo!, porque
creo que no le gustara que lo haya hecho, y sobretodo porque podría negarme
para siempre el legado de sus recuerdos. No me quiero arriesgar a perder ese
tesoro. Pero, si alguno de ustedes no puede guardar el secreto; entonces díganle que también escribí que al igual que las madres de todos ustedes, la
considero el ser más maravilloso que
existe sobre la tierra, y que quizá necesitaría tanta tinta, así como el agua que
ha discurrido por su viejo utensilio de
cocina para decirle todas las bondades que posee y por supuesto, díganle que anhelamos
poder volver a reunirnos como familia a disfrutar de un café salido de su vieja
cafetera.
John Montilla. Texto y fotografía 1 y 3.
jmontideas.blogspot.com
(10-mayo- 2020)
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