Por: John Montilla
El golpe de las gruesas gotas de lluvia sobre el
parabrisas y la cabina del carro, junto con el fragor de los terribles truenos
contrastaba con el silencio que se había hecho dentro del vehículo, nadie decía
nada, todos estábamos atentos a la carretera como queriéndole ayudar al
conductor a guiar el carro en la oscuridad de esa terrible noche de invierno.
De pronto alcanzamos a percibir una sombra que venía
en dirección contraria a la nuestra,
precedida de las luces tenues de otro vehículo, y entonces nos percatamos que
era un motociclista que al parecer se había quedado sin luces, y el carro
detrás suyo iba alumbrándole el oscuro camino. Todos, de seguro pensamos que
sería un penoso viaje, pues el motociclista no llevaba ni capa, ni casco, únicamente iba guarnecido con
una empapada chaqueta, y a la velocidad y en las condiciones que iba, su llegada al pueblo más próximo le iba a resultar muy complicada.
Entretanto nosotros seguíamos nuestro viaje,
necesitábamos llegar cuanto antes, ya que un familiar muy cercano de mi
acompañante había fallecido recientemente y de ahí la premura de viajar a esa
hora y en esas circunstancias. Cuando llegamos al siguiente pueblo como a eso de las once de la noche,
notamos que casi todas las calles estaban anegadas y el carro salpicaba mucha
agua a los costados con sus llantas. El
pueblo estaba inundado y en silencio; no se miraba un alma en la calle. Todo
estaba cerrado; por eso el conductor se
ofreció a llevar a los otros dos pasajeros hasta sus lugares de residencia. Dimos
varias vueltas hasta llegar a las direcciones respectivas y también para evadir
algunos grandes charcos y zanjas.
Uno a uno los pasajeros se fueron bajando, hasta que por
último quedamos el chofer, mi acompañante y yo. Aún teníamos camino que recorrer,
nuestro conductor dijo que iba a buscar a alguien que lo acompañe, porque no
quería venirse solo al regreso. Efectivamente llamó al dueño del carro que por
fortuna vivía en ese pueblo, y
pasamos a recogerlo y luego en silencio
seguimos la marcha ahora los cuatro.
Salvo la lluvia que parecía no amainar - pues la
tempestad era continua- el viaje seguía tranquilo en la penumbra de la noche;
de vez en cuando aparecía como fantasma luminoso entre la bruma uno que otro vehículo. Al rato nos topamos en una
especie de hondonada en la que no se podía pasar, ya que un gran camión que
venía del otro lado se había quedado profundamente atascado en el lodo en un
sector en que se estaban adelantando unos trabajos de adecuación de la vía.
Luego, a los minutos vimos pasar un vehículo pequeño y entonces dijo nuestro
conductor: “Si él pasó, nosotros también podemos”, pero antes de que él maniobrara, otro carro que venía en sentido
contrario al nuestro se metió primero y preciso ahí quedo atascado. El problema
era que nadie tenía a mano herramientas
para sacar ese vehículo atorado en el barro.
Después de casi una hora de infructuosos intentos
fallidos y de la ayuda de varios voluntarios por intentar sacar el vehículo del lodo, y de estar
encerrados en el carro en la fría, oscura y lluviosa noche dijo nuestro
conductor: “Nos va tocar regresarnos”. En el interior de nuestro vehículo ese
fue el consenso, nos tocaba regresarnos, mi preocupación era que a mi
acompañante la esperaban sus familiares en un velorio. Para complicar las cosas
no habíamos reparado que en el transcurso de todo ese tiempo muchos otros
vehículos se habían ido apiñando a lado y lado de la carretera y cuando nuestro
carro quiso dar marcha a tras fue prácticamente imposible; y en ese proceso de
dar vía otro pesado camión a nuestras espaldas también quedó atascado en el
lodazal que se había formado. Y ahí si no hubo poder humano que a esa hora
pudiera sacarlo. ¡Quedamos en pleno centro del trancón! La situación era
patética nos iba a tocar amanecer en el carro en medio de ese lodazal, con el
frío que hacía y en la total oscuridad de esa lluviosa noche.
En el deseo de salir de allí, no habíamos reparado que
tampoco había señal para podernos comunicar, estábamos completamente
bloqueados. Esto es mucha mala suerte se quejaba el chofer; yo me acordé de las
criaturas que él había atropellado
adrede en la vía. También en esos momentos recordé que no habíamos cenado, mi acongojada
acompañante sacó un pequeño paquete de papas fritas y una botella de agua que
llevábamos, y la compartimos entre nosotros.
Súbitamente a nuestro chofer se llenó de coraje - “Yo no pienso
amanecer aquí”- dijo, y se bajó del vehículo, yo lo seguí; la lluvia había amainado un poco. Y entonces,
iluminados con las luces de los carros y con renovados esfuerzos y con la ayuda
de varios rellenamos con piedra una zanja y tras muchos intentos logramos sacar
el carro que enfrente nuestro obstaculizaba la vía. Como estábamos al frente fuimos los primeros
en salir del atolladero; ignoro la suerte de los otros, pero de seguro ningún
vehículo grande debió pasar. Por eso nuestro conductor a cuanto vehículo se
topaba en el camino le sugería que se regrese porque la vía esa noche estaba
bloqueada.
Por fin a eso de la una de la madrugada llegamos a
nuestro destino. La lluvia había vuelto a arreciar. Le pedí a nuestro conductor
que nos dejará en algún hotel. El hombre ya no parecía aquel que había
arrollado a unos indefensos animales, es más se veía más amable que nunca. Nos
llevó hasta el mejor del sitio según él. Me bajé del vehículo, para preguntar
por una habitación. Subí unas gradas que me llevaron a un segundo piso, llamé,
y me salió un joven con cara de haber estado viendo televisión entre sueños
y me dijo que no tenía ningún cuarto
disponible. Le pregunté qué donde podría
conseguir un lugar donde quedarme, me dio unas indicaciones. Le di las
gracias y salí. Les dije a los que me esperaban en el carro que tendríamos que
buscar en otro lado.
Fuimos al otro sitio, y la respuesta fue igualmente
negativa. Todo estaba copado, la razón que me dieron es que había llegado
últimamente mucha gente por cuestiones de trabajo. Ya me estaba empezando a
preocupar, ya que al parecer no había más
hoteles en el pueblo, entonces dijo el chofer, yo conozco otro sitio, es
posible que allí consigan algo. Por su parte según alcance a escucharles, ellos
pensaban ir a quedarse donde algunos de sus conocidos. ¿Pero y nosotros?, Pues
según nos dijeron el conductor y el dueño del carro, el lugar del velorio al
que nos dirigíamos no quedaba en el pueblo y ellos no se ofrecían a ir a esa
hora hasta allá. La posibilidad de quedarme en la calle, mojado y con ese clima
no me hacía sentir muy tranquilo, además no conocíamos a nadie en ese lugar.
Cuando llegamos al siguiente “hotel”, me dirigí por la
puerta abierta hasta el fondo de un corredor, llamé y alcance a ver un señor
que tenía puestas unas viejas gafas, salía de un cuarto estrecho debajo de unas
escaleras; también se notaba que estaba mirando televisión. Le pregunté por
una habitación, me miró unos segundos y luego respondió que sí. Me preguntó que
si la quería con TV o sin TV, en esas
circunstancias y a esa hora no estaba para ponerme a regodear por esos detalles,
pero rápidamente deduje que una habitación que tenga televisión debe ser un
poco mejor que una que no tenga, por eso le dije que prefería la que tenga
televisión. Lógicamente el precio era un poco más alto.
El hombre un tanto ya mayor, se metió a su cuarto y me
pasó un desteñido control remoto, mientras me pedía que le pagara la habitación
por adelantado, así lo hice, y cuál no sería mi sorpresa cuando lo veo unos
segundos después, desconectando y sacando en brazos su destartalado y aparatoso
televisor de esos que ya no se venden, y
se dispuso a subir pesadamente las gradas mientras arrastraba en su viaje el cable del
aparato. Temí que fuera a enredarse y caer, eso hubiera sido el acabose. Lo absurdo
de la escena y el cansancio que llevaba me impidieron ofrecerle mi ayuda, por fortuna
el hombre llego sin tropiezo y jadeando hasta el segundo piso.
Lo habíamos seguido asombrados y prudentemente unos pasos
atrás, cuando llegamos vimos que las baldosas del corredor estaban encharcadas,
“ha llovido mucho”, dijo el señor. Cuando llegó junto a la puerta del cuarto,
dejó el pesado aparato en el piso y mientras buscaba la llave para abrir, nos
advirtió: “Hubo un vendaval hace un par de días y se llevo parte del techo”.
Cuando entramos al cuarto notamos que estaba inundado.
“Es por culpa de unas goteras en el balcón, el agua se mete por debajo de la
puerta”, agregó, el señor. Dejo tranquilamente, el televisor en una mesa y nos
pidió que esperáramos un momento. Mi silenciosa acompañante me miro
resignadamente a los ojos; al momento él
regreso con un trapeador y diligentemente se puso a trapear. Trapeaba y escurría
el agua sucia en el piso del baño. Yo no atinaba a decir ni una palabra. Cuando
hubo terminado le dije que había una gotera muy cerca de la cama, me dijo que
tranquilo que no caía sobre ella y efectivamente la gotera caía como si la
hubieran tirado con plomada a milímetros de la cama. Por primera vez en el
transcurso del día me dieron ganas de reírme
a carcajadas, pero no lo hice porque no me pareció prudente, y además era la
única habitación disponible en el hotel y en el pueblo.
Luego nuestro hospedero, procedió a instalar el
televisor, (ni modo de decirle que ya no me interesaba), era ya muy tarde en la noche. Lo encendió y
justo en ese momento vimos que estaban transmitiendo un combate de boxeo con
narración en inglés; televisión internacional me dije. Pero a quién diablos le
interesaba una pelea a esas horas. Al comprobar que el aparato funcionaba, el
señor nos dio las llaves y se despidió amablemente de nosotros. Yo lo dejé
sintonizado en el mismo canal, daba igual cualquier cosa.
Cuando el señor salió, cerré la puerta y corrí a hacer
algo que siempre hago cuando entro a un hotel: Comprobar si funcionaban la
ducha y el sanitario; y tal como lo sospechaba no había agua en ninguno de los
dos elementos. Afortunadamente había dispuesto un gran recipiente plástico con
agua, un tazón y un balde más pequeño. Noté que no había papel higiénico; un
tubo sellado indicaba que allí debió haber algún día un lavamanos y en la pared estaba marcado por un recuadro de
mugre el lugar donde debería estar el espejo. Pero, lo que más chocante me
pareció, fue ver una intermitente gotera que caía justo encima de la taza del sanitario. Esto es ridículamente loco
le dije a mi acompañante.
Abrí la puerta que daba al balcón y comprobé que
efectivamente parte del techo estaba roto y levantado. La lluvia seguía
cayendo. Cerré de forma apresurada la puerta; el piso se había vuelto a
encharcar. El colchón de la cama estaba
forrado con un grueso plástico y
cubierto con una delgada sábana, me recosté un momento y sentí que pesé al
clima, hacia un bochorno insoportable dentro de la habitación que olía a
trapeador sucio.
Me dije esto tengo que escribirlo, por tanto baje
hasta el primer piso a pedirle al señor que me regale papel, me dijo que no tenía
nada; le pedí que me diera cualquier cosa en la que pudiera escribir y entonces
me pasó dos facturas sobre las que posteriormente copié todos estos
apuntes por ambos lados de las hojas
y en inglés, por si las moscas. Para
entrar un poco más en confianza le conté porque había llegado hasta allí, y
entonces él me dijo que por nada del mundo me aventurara a salir a la calle y mucho
menos con ese clima. Me aseguró que absolutamente nadie me llevaría hasta una
vereda a un velorio a esas horas de la noche. Le pregunte por comida y me dijo
que como era viernes posiblemente habrían puestos ambulantes en la calle, pero también
me aconsejo no salir. Entonces no hubo más remedio que regresar al cuarto, el
agua salía por debajo de la puerta; mi acompañante se había dormido con el
televisor encendido en un programa de dibujos animados.
Por último también decidí acostarme. En la oscuridad
de la noche sentía caer pausadamente la gotera junto a la cama, pero gracias al
cansancio del día, el sueño me dominó y
el hambre nos despertó a eso de las 7 de
la mañana. Nos alistamos y corrimos a desayunar. Luego mientras esperaba el
transporte para llegar por fin a nuestro destino, decidí ir hasta el parquecito
del pueblo, donde pude ver a un grupo de
perros cómodamente echados sobre todas las bancas disponibles, y como los muros
estaban aún muy húmedos, me quedé de pie
observando la escena y lamentando no haber traído la cámara para captar esa
imagen que hubiera sido una prueba fehaciente
de todas mis palabras. Pero, no hubo mucho tiempo para lamentar porque aún nos esperaba un funeral
por asistir y un viaje de regreso por hacer. (Octubre de 2012)
John Montilla
Esp. en Procesos lecto-escritores
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