Por. John Montilla
Alguien había construido la
trampa de una manera muy particular: Una plataforma hecha de tablas, la cual se
apoyaba en los extremos sobre unos pilotes de madera, quizás de medio metro de
alto y debajo de ella había una jaula metálica de forma circular. Un pollo de
tamaño mediano o un pájaro grande podrían entrar y salir perfectamente de la
jaula, pero una gallina ya no podría hacer lo mismo.
En el centro de la plataforma
habían dejado un hueco circular por el que cabían un armadillo, un gato
salvaje, y hasta un conejo grande; un venado al pisar en falso, lo más que
podría pasarle es que se lastime una pata, pero no caería por ese agujero. Para
atraer la atención de las víctimas, había sembrado en la plataforma diversas
plantas de apetitosas hierbas y verduras, se podían ver hojas de lechuga,
cebollas, repollos, coles y otras especies que simulaban una bella huerta en
medio del bosque. El punto perverso de todo ello, era el oscuro agujero que
escasamente ocultaban el verde de algunas hierbas.
En esa inverosímil trampa,
habían caído un par de conejos grandes. Las dos desafortunadas criaturas, macho
y hembra, respectivamente; en un primer instante, habían intentado por todos
los medios huir de su celda, golpeándose contra los hierros, intentando
morderlos, o dando inútiles saltos para intentar alcanzar el agujero, pero no
hubo escapatoria. Al final resignados, encontraron que su cárcel tenía ciertas
“comodidades”, había algo de comida en granos desperdigada por el piso, dos
pequeños cajones de madera, uno abierto, que usaron como madriguera y otro
cerrado, pero que los atrajo mucho porque su instinto les decía que guardaba
comida, y también había un recipiente plano metálico que estaba conectado a un
pequeño canal y que ocasionalmente recogía agua de lluvia. Quien fabricó esta
trampa, lo hizo pensando en que el animal que caiga allí, pudiera sobrevivir
por varios días. Aparte de eso, la maleza y hierbas que se colaban por entre
los barrotes también brindada un poco más de sustento. Así pues, los dos
conejos, se vieron forzados a adaptarse a esta nueva vida en cautiverio.
Y como la naturaleza no se
detiene, a las pocas semanas, ya no eran dos conejos en cautiverio sino una
docena. El problema del número era la alimentación; en un principio sobrevivieron
con lo que tenían a mano, y luego de tanto mordisquear en el extremo del cajón
cerrado, terminaron por hacer una pequeña abertura por la que ocasionalmente
les caía algo del grano ahí almacenado. Pero eso no les iba a durar para
siempre.
Con la leche de la madre
pronto las crías pudieron valerse por sí mismas, y ellos se encargaron luego de
acabar con las hierbas que entraban a la jaula, y pronto descubrieron que
podías salir un poco más allá y volver junto a sus padres. La vida seguía y los
gazapos crecían. Las aventuras exploratorias los llevaron luego a llegar a la
parte de arriba de la trampa, es decir a la plataforma y allí descubrieron las
delicias prácticamente servidas para ellos.
En el júbilo y derroche de comida, eventualmente dejaban caer algo por
el agujero, lo cual era recibido por sus padres que lo esperaban ansiosos.
Algunos incluso aprendieron a usar el hueco para de un salto volver a la madriguera,
y el día que un gavilán los asustó, ese fue el camino corto que tomaron todos
para escapar del cazador, y en lo sucesivo optaron por salir por entre los
barrotes de la jaula y entrar arrojándose por el agujero.
Pero con el paso del tiempo notaron que cada
vez les era más difícil poder salir de la jaula; con gran dificultad y con alguno
que otro empujón lograban pasar al exterior. Las crías iban creciendo día tras
día, y entonces mamá y papá conejo tuvieron que tomar una decisión
trascendental para el futuro de su familia:
Los reunieron a todos y con
toda la seriedad y solemnidad del caso, les pidieron a sus hijos que esa sería
la última vez que estarían juntos, que tendrían que salir antes de que fuera
demasiado tarde y nunca más volver a entrar a la jaula. Aunque las crías
comprendieron las razones de sus padres, no pudieron evitar las lágrimas y el
dolor de esa decisión. O se alejaban de ellos o perderían para siempre su
libertad.
Pero como más que una petición
fue una orden de sus progenitores, uno a uno y ya literalmente con tremendo
aprieto fueron saliendo. La tristeza por dejar a sus padres era inmensa, por su
parte mamá y papá conejo eran un mar de emociones opuestas, por un lado, la
alegría de la libertad de los suyos y por otro el vacío de su partida. Por un
tiempo ellos iban a visitarlos y a llevarles comida, pero al final los padres
terminaron el resto de sus vidas solos y en perpetuo encierro.
El autor de la trampa nunca
apareció a revisar que presas habían caído por el agujero.
***
Texto: John Montilla
(5-VII-2022)
Fotomontaje con imágenes tomadas
de Pixabay
Relatos de sueños.
Jmontideas.blogspot.com
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