Por. John Montilla
“En ninguna parte hay tantas
cosas como en el salón de billar.”
Gabriel García Márquez : “En
este pueblo no hay ladrones”.
***
El propietario del billar se
rascaba la barriga de manera descuidada, mientras le echaba una miraba de
rutina al salón que a esa hora contaba con apenas una media docena de clientes.
Después de una larga temporada de haber estado cerrado el local por culpa de la
pandemia; el negocio de manera lenta intentaba recobrarse, mientras las deudas
seguían su curso sin detenerse y este era uno de los tantos motivos por los que
el dueño no tenía cara festiva esa noche.
Uno de los asiduos clientes
del local, experto en el juego del taco y las bolas, tampoco estaba de buen
humor: al no encontrar a quien “marranear” había optado por sentarse en un
rincón junto con un compinche; desde allí miraban también con cierto fastidio a
la sala mientras esperaban que algún ingenuo les cayera en las redes del juego
de hacerse los pendejos para luego pelarlo. Pero la docena de botellas vacías
era un indicador de que la espera iba para largo.
En la única mesa ocupada a esa hora, se disputaba una partida equilibrada y monótona entre una pareja dispareja: un tipo pequeño contra otro muy grande; David contra Goliat jugando billar pool; el juego estaba desnivelado en estatura, pero nivelado por lo bajo, pero a ellos el reto los tenía entretenidos desde hacía más de dos horas. Aunque la suerte se había inclinado desde el principio a favor del pequeño; su contrincante ya tenía en su haber seis derrotas seguidas contra una sola victoria, y una cuenta pendiente por pagar de una botella de aguardiente y por los menos unas quince cervezas, pero él seguía tacando esperando que la suerte se pusiera de su lado. Un amigo de ellos aburrido del juego estaba concentrado en su celular mientras de manera mecánica se tomaba otra cerveza a nombre de los jugadores.
El único mesero del lugar, un
tipo “caracortada”, el menos indicado para ser la cara amable que atendía a los
clientes, cantaba casi con rencor la canción que en ese momento se escuchaba en
el ambiente, mientras acomodaba unos tacos en sus estantes. Las paredes del
local estaban adornadas con unos ya semi desteñidos afiches de unos perros
jugando billar y cartas. El letrero del nombre del local, casi a punto de caerse
ocupaba el centro de la sala: “Billares El Diluvio”; en el equipo sonaba un
tango: “El mundo fue y será una porquería…” Y fue entonces cuando entró el
ladrón con pistola en mano, gritando y apuntando a todos lados.
- ¡No se muevan hps o disparo!
Todos en el billar se quedaron
expectantes y sorprendidos. El delincuente pasó directo a la caja, que estaba
más vacía que su cerebro. Al dueño se le cayó un chorro de babas, no del susto
sino de la perplejidad, y le paso los tres pesos y el celular que tenía a mano.
El dueño entre la furia y el temor del arma que le apuntaba intentó rezongar, pero
otro insulto lo mandó a callar. Luego el asaltante pasó directo a la mesa de
los jugadores. Goliat se quedó rígido con el taco agarrado y clavado en el piso.
David no tenía su honda sino dos bolas en las manos, mientras el del celular que
estaba embobado en la pantalla pareció despertar cuando de un manotazo se lo
arrebataban, justo en el momento en que el aparato se puso a timbrar. Quizás
una llamada del infierno, porque esto hizo que el ladronzuelo bajara la guardia
y por eso no alcanzó a mirar la botella que venía volando y que le dio de lleno
en la cabeza; sangre y cerveza se mezclaron. El ladronzuelo no vio estrellas,
sino nubes negras, muchas nubes negras y lo que se vino luego no fue una lluvia
sino un verdadero diluvio hecho de furia y de golpes que cayeron sin compasión.
El dueño descargó su frustración
que llevaba guardada por meses; el tahúr que había sido muy preciso lanzando la
botella, sintió que nunca antes había tenido a merced un rival tan fácil para
derrotar; Goliat creyó que le había llegado el turno de hacer la jugada de la
noche y jamás había usado el taco con tanta destreza; mientras David que había derrotado ya a un gigante le entraba sin
compasión al que ya se hallaba tendido en el piso; el del celular también sintió
que la sangre lo llamaba a participar, y por supuesto el mesero mostraba ahora
su mejor sonrisa siniestra de “caracortada” para atender al recién llegado.
Nunca antes en ese billar los
tacos le habían dado con tanta precisión a las bolas. La suerte estaba echada. Desde
que empezó se sabía que ese “chico” estaba perdido.
John Montilla Texto y fotografías 1 y 3.
Imagen 2 tomada de internet.
jmontideas.blogspot.com
12-X-2021
Excelente escrito
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