“La
huella de un sueño no es menos real que la de una pisada.”
George
Duby
***
El
hombre, cuyo nombre quizá este escrito en algunos de los papeles de sus escasas y maltrechas
pertenencias, había llegado al pueblo a una hora en que el sol arreciaba con
sus rayos. No llevaba sombrero, cosa extraña en un hombre cuyo aspecto denotaba
estar hecho para meter las manos en la tierra. Su enmarañado cabello dejaba ver
las secuelas del día: polvo y sudor. Con paso firme pero cansino se adentró por
las primeras callejuelas que se abrían a su paso; su deambular lo llevó a una
barriada de casas multicolores; todo era nuevo para él. Para ser más justos, aquello de los colores
de las casas, eran ya borrosas huellas
del pasado, puesto que la pintura de algunas fachadas ya iba quedando en el
recuerdo y algunas viviendas parecían
sostenerse en el orgullo de otros tiempos. El calor y el cansancio junto a esas calles estrechas y mal acabadas le
dieron la sensación de adentrarse en un viejo laberinto de colores ajados. La suma de lo vivido durante toda esa
jornada le produjo un leve mareo, pero
pese a su desorientación decidió aventurarse por el desvencijado barrio.
Empezó
a adentrarse por aquellas callejuelas; solitarias a esa hora, parecía que todo el mundo le huía
al reinante calor. Pero él siguió
tranquilo su recorrido. El hombre al poco rato se topó con una vieja
pila de agua, que estaba en medio de un cruce de varias calles, lo cual formaba
una especie de pequeña plazoleta; este encuentro le alegró por un momento el
largo día, y aprovechó, ayudándose con sus manos para beber con fruición el agua que manaba de una
vasija que hacía parte del cuadro de una estatua de un niño -casi un serafín-
que la sostenía en sus hombros. Con igual deleite metió la cabeza bajo el
chorro y dejó que el líquido chorreara por su cara; en esas estaba, cuando de
pronto vio venir hacia él, al perro más descomunal que había visto en su vida,
Por
un momento sintió que de repente el día se había vuelto frío, puesto que se
había erguido con presteza pero con calma, y entonces sintió que de su cabello
húmedo caían gotas que le mojaban pecho y espalda; pero él sabía que la
verdadera razón de su escalofrió se debía a que la gran bestia que acabada de
divisar, venía directamente en
resuelto trote hacía él. El
colosal perro cuyo
color parecía haber sido tomado del polvo amarillo y pisoteado de las calles,
se acercó raudo hacia él. Cuando llegó junto al hombre, lo olisqueó de manera
rápida y luego dio una vuelta pausada
alrededor de la pileta para luego orinar
a un costado de ella, después volvió, para está vez husmearlo de manera muy
inquisidora. Empezó por cada uno de sus zapatos, mientras emitía un constante
jadeo, que le hizo derramar algunas babas sobre el polvoriento calzado del aterrado hombre.
Luego fue subiendo de manera gradual a lo largo de sus extremidades inferiores,
mientras el hombre no atinaba sino a tragar saliva. Creyó haber llegado al
límite de su temor cuando el descomunal
perro le dio un par de golpes rápidos con su hocico en sus testículos. A pesar
de que él se consideraba un hombre hecho
para andar todos los terrenos, desde niño guardaba cierto temor por estos
animales, malos recuerdos lo ataban a sus miedos. Por eso el ver semejante
animal, cuya cabeza con una gran boca provista de terribles dientes, casi que
le daban a la altura del pecho le producían un horror que lo paralizaba, y la
sensación llegó a su límite cuando el animal
apoyado sobre cuerpo le lamió parte de la humedad de su cuello.
El
hombre no atinaba a moverse un milímetro, pero cuando el animal dio otra vuelta
a la pila, él de manera casi que instintiva, rápida, pero no brusca, en un
gesto casi que de precisión matemática, se había quitado el poncho que llevaba
en el hombro, lo había sujetado con la mano izquierda y se lo había enrollado a
lo largo del brazo. Alguna vez había visto a alguien defenderse de esa manera
de otro que lo atacaba con un machete.
Así
que en sus apresuradas divagaciones, el
hombre había pensado que si el perro lo atacaba le haría morder su brazo
protegido por la tela, mientras ganaba
tiempo para sacar su machete, pero al instante recordó que esta vez no lo traía
consigo; ¿Cómo pudo un hombre como él haber perdido un objeto tan valioso? Pero
no tenía tiempo para recriminaciones, si no para buscar una salida pronta a
esta patética trampa en la que se había metido. Mentalmente pensó en lo que
llevaba en su precaria mochila y sólo atinó a recordar vagamente que llevaba
otra camisa, quizá un par de calcetines, su identificación en medio de un
pañuelo cuidadosamente doblado, un cepillo de dientes, y una gastada
barbera herencia de su abuelo; sí, eso
sería lo que haría, mientras el perro le destrozaba el brazo, el tendría que
darse sus mañas para sacar los más pronto posible ese pedazo de cuchilla
afilada y degollar de un fino tajo a ese enorme perro que lo apabullaba con su
presencia.
Pero,
no tenía la certeza de si debía esperar el ataque o pasar él a la ofensiva; o
quizá simplemente esperar que el animal se aleje, y él volver sobre sus pasos
sin reparar ya en el asunto que lo había traído al lugar. Mientras su mente
vagaba con esos pensamientos, ensimismado como estaba no había reparado que había
movimiento en la plazoleta, cuando de pronto sintió el ruido de algunos adultos
y niños a su alrededor. Entonces algo de tranquilidad le permitió aflojar la
tensión de su cuerpo, mientras el gran perro continuaba implacablemente
restregándose contra su humanidad y los bordes de la pila.
En
ese momento, el hombre se atrevió a decir con los dientes apretados por el
terror:
-
¡Auxilio!
Alguien
le grito suavemente que no se moviera, que se estuviera quieto. El perro miró
con tranquilidad a las personas que con cierta prudencia se acercaban y hablaban con el hombre: “Si usted no se mueve
nada le pasará”. El hombre de nuevo se
atrevió a decir entre dientes: “¿Podrían llamar al dueño?
Para
su terrible sorpresa le dijeron que no sabían quién era el dueño; es más que no
tenía amo en la región. Le dijeron que ese animal había aparecido de repente hace unos meses
por el pueblo, justo el día que
los vecinos sacaban a palo a unos malhechores que habían pretendido tomarse por
asalto la vecindad; que el perro había
salido de la nada y que se había unido al tropel con sus terribles ladridos
y su imponente figura y que se había
convertido en parte decisiva en la batalla campal que liberó a la localidad de
los indeseables. Todo esto se lo decían mientras el perro continuaba con su
incesante curiosidad con el extraño y de un momento a otro se había
sentado a muy poca distancia en frente
de él y se había puesto a contemplarlo fijamente. Ambos personajes se había
quedado por un rato como dos estatuas que se le hubieran agregado a la vieja
pileta. El hombre se sentía como moldeado
con argamasa en ese absurdo
drama.
Mientras
tanto los lugareños le seguían contando
desde una prudente distancia, y con voces suaves -como para no alarmar a la
fiera- que ese animal no les obedecía a ellos, pero que jamás había atacado a alguno de los vecinos y que
incluso guardaba hasta más respeto con los niños, que le daban de comer por
turnos al dejar la comida en los patios o las afueras de las casas, que se
dormía al caer la tarde en cualquier rincón. Muchas cosas le dijeron, pero que
aún así, no tenían manera de hacer que se alejara de allí, para que él pudiera
verse libre de tan terrible guardián, y que tal vez sería muy peligroso intentar moverse
Le
repitieron que no se moviera; que era la primera vez que el perro actuaba
así con un forastero, que quizá ya se cansaría y se iría. Pero el animal
completamente inmóvil, ahora parecía más atento que nunca y sus ojos ya fuera
por el reflejo del sol o por furia parecían haberse encendido, y su mirada
ahora sí que inspiraba miedo, en tanto que de su continuo jadeo se veía caer su
espesa baba que al momento era engullida por el polvo de la calle. El
desesperado hombre envió esta vez una mirada de suplica por ayuda, pero
volvieron a decirle que conservara la calma, que todo era cuestión de esperar un
poco, que por ahora él tenía que mantenerse quieto.
Pero
no todo el mundo estaba dispuesto a esperar, entre ellos el hijo del carnicero
del pueblo, quien desde el balcón de su casa había sido testigo de toda la
escena. El chico tenía unos diez años, y
era muy sagaz y decidido. Él quizá más que cualquiera sabía que ese
animal, no era fácil de manejar. Como quiera que frecuentemente se había topado
con él en la tienda de su padre, y creía
que más de una vez un pedazo de hueso o carne le había salvado la vida. Puesto
que ocasiones había tenido que sobornar a la bestia con migajas para él poder
escabullirse de su presencia.
Ante
esta circunstancia, lo primero que hizo el niño, al percatarse de la situación
del pobre forastero, fue correr a la cocina y robarle a su madre unas añejas
salchichas de la despensa, luego se había ido hasta el fondo de un callejón
retirado y cortándolas en trocitos, las
fue desperdigando por el camino, mientras se dirigía rumbo a la pila, donde continuaba el drama del
hombre bajo la implacable guardia del gigantesco perro sin dueño.
Cuando
el chico llegó a la esquina previa antes de divisar al hombre, se asomó con
cuidado; sacó de sus reservas un buen pedazo de salchicha, lo puso en el piso,
luego con mayor precaución, arrimado a las paredes avanzó otros pasos, mientras
seguía dejando sus huellas de carne por el suelo. En ese momento algunos de los
lugareños lo vieron y se alarmaron de sus movimientos; algunos quedamente pudieron
gritarle que tuviera cuidado, que no
fuera a enfurecer al animal; pero el muchacho ya no iba a dar marcha atrás a su
plan.
El
hombre en medio del drama, también había alcanzado a divisar al niño y lejos
estaba de imaginar lo que él pretendía. Pues quizá de haberlo sabido hasta
podría haber cometido una fatal imprudencia. En tanto el chico al llegar a unos
pocos pasos de la pila, se detuvo, se subió como pudo sobre la alta ventana de
una casa, luego dio un agudo y corto chiflido, y tal como lo suponía el perro
giró la cabeza de forma rápida y entonces el niño arrojó con fuerza a la mitad
de la calle el último pedazo de salchicha que le quedaba.
El
enorme perro con una agilidad impresionante saltó sobre sus cuatros patas y
salió disparado como un rayo a la cacería de ese pequeño manjar, lo atrapó en
un santiamén y lo engulló de un solo bocado, y entonces abierto ese instinto de
cazador e impelido por el hambre y el olor de la carne rancia corrió babeando
de placer con igual presteza por otro pedazo que encontró unos pasos más allá.
En segundos desanduvo el camino hecho
por el chiquillo y desapareció como el viento al doblar la esquina; a esa
velocidad no tardaría mucho en llegar al punto de partida marcado por el niño.
Mientras
tanto la gente y el hombre no se habían quedado quietos tampoco. Algunos
alarmados, le habían gritado que
corriera por su vida, otros casi que lo empujaron para decirle que corriera por
este o aquel lugar. En medio de la algarabía que se armó, le escuchó a alguien
decir que corriera camino de la vieja escuela y no parara hasta llegar al otro
lado del río. Mientras el chico colgado de la ventana también se desgañitaba
pidiendo que se den prisa.
El
hombre presa de la ansiedad y desconcierto corrió según las indicaciones, que
le daba un histérico acompañante, quien le
hizo doblar por estrechas callejas hasta sacarlo a un descampado y
mientras corría a esconderse le gritó que no se detuviera hasta encontrar un
portón que había junto a un viejo muro.
En
pocos segundos el hombre se vio en medio de la maleza, y en su huida sintió que
a parte de sus pertenencias, dejaba cabello, piel y camisa entre las zarzas, hasta que jadeante
se topó con un infranqueable muro que le cerraba el paso; no muy lejanos ya se alcanzaban a escuchar unos furiosos
ladridos; desesperado, el hombre siguió
su frenético recorrido a lo largo del muro, hasta que se encontró con un
ruinoso portón casi que completamente oculto por la maleza, como pudo se abrió
paso entre las ramas hasta que diviso un candado y una cadena ya decrépitos por
la humedad y el óxido; de una violenta patada, desbarató esos artefactos, y
mientras escuchaba con más claridad el gruñir de la bestia, con frenesí descorrió el cerrojo; el perro ya
prácticamente estaba a sus espaldas. En un último esfuerzo de desespero, cruzó
al otro lado, y escasamente tuvo tiempo de medio poner el seguro cuando sintió que el enorme
perro convertido ya en una fiera se estrellaba de frente contra los
herrumbrosos hierros, pero él no se detuvo para contemplarlo y siguió de largo
su escabrosa fuga.
Corriendo
sin parar por un campo desconocido, llegó hasta la orilla de un ancho río, y sin pensarlo dos veces se zambulló en
el agua y nadó con ímpetu hasta alcanzar
la otra orilla, donde quedó tendido cuan largo era, jadeante, con su lacerado rostro sobre la arena, la ropa
hecha piltrafas, sus pies desnudos, y pensando en lo que tendría que hacer la gente del pueblo para calmar la enorme bestia, cuya furia se había desatado con su llegada.
John
Montilla (2016) Texto y fotomontajes.
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