Por. John Montilla
Rememoro con una mirada cercana a un personaje que se ganaba la vida tapando los huecos de nuestras viejas y deterioradas carreteras.
En la
principal y única vía que de Mocoa conduce a Puerto Asís, en el departamento del Putumayo
(Colombia), era familiar entre los
conductores y viajeros frecuentes,
encontrarse con un personaje que a diario y de manera voluntaria trabajaba tapando huecos en la carretera,
como forma de ganarse el sustento para su familia.
Sandro,
un humilde hombre, por aquel entonces de unos 33 años de edad, localizaba los
sitios más precarios de la vía e iniciaba
su trabajo de tapar huecos. El día que lo entrevistamos nos dijo: “Vivo con mi esposa, cuatro hijos y un
entenado y tengo que rebuscarme la vida
por ellos”, refirió además que creció
gracias a una madre adoptiva, que tenía parientes con mejor suerte que él, pero
que nunca le habían colaborado.
Contó
que antes se dedicaba a la agricultura y que también trabajó una temporada como recolector de hoja
de coca o “raspachin”, pero que las cosas se pusieron difíciles y que un día
desesperado por no encontrar que hacer,
le había dicho a su compañera: “Me voy para la carretera”; Y desde entonces había
encontrado en los huecos de la vía un medio para tapar el hueco de sus
necesidades.
Por
esas épocas Sandro llevaba trajinando en la
carretera, según sus propias
palabras aproximadamente cuatro
años. Y recordaba que el primer día había conseguido un poco más de cinco mil pesos, pero que dada su precaria
situación había decidido continuar, dijo
no haber tenido ningún inconveniente con los conductores en sus inicios, y que luego muchos
lo habían apoyado y que aunque otros
simplemente lo habían ignorado, el había
continuado tranquilamente su trabajo.
Aquella
remota tarde de polvo y sol en que nos abrió su corazón y nos contó detalles de
su vida, nos dijo que en promedio se
ganaba entre diez mil y veinte mil pesos por día; de los cuales debía pagar su
pasaje para llegar a su destino de trabajo ya que algunos conductores le
cobraban por ello, manifestaba que así como podían haber días buenos,
también los había habido cuando
escasamente recibía muy poco; refería
que lo mínimo que había hecho después de
un arduo día de trabajo habían sido ocho mil pesos, y lo máximo que había
logrado recibir fueron treinta mil pesos;
en jornadas que generalmente él empezaba
a las nueve de la mañana y que iba a
veces hasta tempranas horas de la noche, incluidos sábados y domingos.
Cuando
un vehículo se acercaba al lugar escogido por él para trabajar, unos de sus
hijos que a veces lo acompañaba, levantaba una señal de pare, que consistía en
un viejo trapo rojo colgado de una cuerda que estaba amarrada a un extremo a
una estaca o alambre de púa de la cercas a orilla de la carretera. Y él tímidamente esperaba que el conductor le hiciera un aporte
voluntario, algunos le arrojaban a la vía
billetes o monedas, y cuando ellos se iban, él se agachaba a recoger el
pequeño tesoro sucio de polvo y tierra tirado en la carretera. Otros conductores
se detenían y le entregaban en la mano. Sandro relataba con franqueza, mientras
se limpiaba con el dorso de la mano el sudor y el polvo que se acumulaba en sus
sienes; que algunos de ellos le decían: “No le ha rendido nada compañero” y que él les
contestaba “Pues bajen a ayudar”.
Mencionaba en esa oportunidad en que el sol ya iba en su
ocaso, que lo máximo que le había regalado una sola persona habían sido diez mil
pesos y lo mínimo que le daban eran cien
pesos, recordaba que por suerte nunca le habían dado billetes falsos,
aunque no había faltado quien le había
dejado tirando en la carretera monedas falsas. También mencionaba que existían personas solidarias que le obsequiaban
diversas cosas, entre ellas comida, tales
como pollo asado, carne, frutas, gaseosas o galletas.
En aquella
improvisada charla que sostuvimos esa remota tarde entres paladas de tierra,
polvo de los carros, sol de la tarde y miradas curiosas de algunos conductores,
le había preguntado si se alegraba del mal estado de la carretera, me respondió
que no, que lo ideal era que esta estuviera en buenas condiciones, pero que gracias a ello era que él podía trabajar. Pero como en esa época, ya la
carretera estaba en proceso de pavimentación, también recuerdo haberle preguntado sobre lo que él iba a hacer cuando la obra estuviera terminada y me había contestado:
“Siempre habrán carreteras malas, iré a
otra parte”.
Por eso
fue que mientras la vía estuvo en malas
condiciones pudimos seguir
encontrando
a Sandro a lo largo de ella, con su
pala y su vieja carreta buscando ganar el sustento para
su familia.
Un
lejano viernes, a eso de las seis de la tarde, en que yo iba de pasajero en un vehículo
de trasporte público, nuestro personaje estaba trabajando como siempre en la ruta. El
conductor había seguido de largo su rumbo sin reparar en la descolorida señal de
pare y sin inmutarse ante la mirada
cansina y casi suplicante del “Quijote
de la pala” a quien dejó envuelto en una nube de polvo. Quizás en esa ocasión Sandro
seguramente siguió resignado en su labor, con la esperanza de contar con mejor
suerte con el próximo carro que pasara por la otrora destartalada carretera.
En
esa ocasión yo lo único que alcance a hacer fue repetir en mente algunos versos de la “Carretera Vieja” de
Quique Palacios. Mientras a través de los vidrios cerrados y empañados por el
polvo pude divisar de nuevo el sudoroso rostro de aquel noble y sufrido personaje.
“Carretera
vieja con destino al desafió,
recorre
los malos tragos de un paisaje abandonado…
llena
de grandes baches de vacíos empapados.
carretera
vieja que alimentas a muchos pueblos… ”
Luego, cuando llegaron las máquinas a pavimentar la vía, desaparecieron los huecos, desapareció el polvo, y con ellos se fueron la pala, la carreta y su dueño. Me pregunto dónde estará ahora ganándose el sustento de su vida.
John Montilla. Texto y fotografías
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