Por. John Montilla
Un anciano con un antiguo reloj descompuesto fue quien
madrugó por error ese increíble domingo, y por eso fue el primero en percatarse
del “fenómeno lila”: El árbol milenario, ubicado en la esquina de la plaza del
pueblo y que durante décadas había estado dormido, esa mañana se había
despertado con una increíble explosión de flores en un tono lila y cuyos
pétalos desperdigados por doquier ayudados por el viento matinal habían tapizado y teñido con un tinte
crepuscular violáceo absolutamente a
cuanto objeto tocaron al caer.
Los feligreses que se apresuraban a la iglesia y los
trasnochados que pasaban por la plaza al rayar el día, de pronto se vieron envueltos
en una especie de niebla tierna que los arropaba sin asfixiarlos. El color lila
era tan delicado que lo sintieron en la yema de los dedos y en la punta de sus lenguas
y sus narices, más que verlo, podían casi que olerlo, palparlo, paladearlo. Una especie de suave algodón de azúcar sin
dulce se percibía en el ambiente. Lo encontraron impregnado en cada esquina, en
cada puerta, en cada ventana, en cada objeto circundante. El lila era un tono
que resonaba en el eco silencioso de un sueño que nadie recordaba haber tenido.
Las mujeres del pueblo notaron que, al caminar por las
calles, el aroma y el tono lila les envolvía los sentidos y los vestidos, y que
incluso sus cabellos también habían tomado el color de ese mágico crepúsculo.
Los hombres, por su parte, sintieron que sus palabras sabían a nostalgia. Al
hablar sus voces dejaban en el aire un rastro melancólico que rememoraba
tiempos antiguos en los que vieron florecer arboles de varios colores en
montañas y bosques que ahora quedaban en sus recuerdos.
Pronto, el lila comenzó a trepar por las paredes de la
iglesia, edificios y casas vecinas, se filtró en los sueños de los niños, pintó
de un hálito de ternura los días, y en las noches los gatos ya no se veían
pardos, sino de un tenue morado. Las hojas que el viento descolgaba de los
arboles caían dibujando serpentinas violetas en el aire. Los pobladores que al
principio lo habían recibido con una mezcla de fascinación y desconcierto
habían terminado por acostumbrarse al fenómeno y a tomarse ciento y miles de
fotografías al pie del árbol que parecía no iba a terminar nunca de bañar al
pueblo con sus flores. Los niños nadaban
entre las flores y las mujeres las agarraban a puñados y las echaban al aire
para bañarse en una apacible lluvia de color crepuscular.
Fue entonces, cuando en otro amanecer apareció en el pueblo
un anciano, ya casi centenario, con los ojos del color del atardecer y quien al
llegar a la plaza y sumergirse en el tono lila, sentenció en pocas palabras que
ese color que nos invadía era una señal en la que el pasado nos estaba
llamando, luego envuelto en un aura lila, ingreso a la iglesia y se sentó
tranquilamente en la última banca, afuera en la esquina, del árbol mágico
seguían desprendiéndose las flores.
***
John Montilla (23-X-2024)
Fotografía 1 Facebook: Soy Putumayense.
Imagen 2. Acuarela de Mauricio Morales. Facebook
Historias: jmontideas.blogspot.com